La rebeldía ha sido siempre el motor de la historia, pero el miedo ha sido el freno. Miedo y rebeldía han pugnado a lo largo y ancho de los tiempos. Cuando la rebeldía fue más fuerte que el miedo, las sociedades avanzaron y la Humanidad progresó, pero cuando se impuso el miedo, se abrieron las puertas de la parálisis y del retroceso. La rebeldía y el inconformismo son las armas del progreso, mientras que el miedo es el instrumento preferido por los dictadores, sátrapas y amigos del totalitarismo y del pasado. Aunque se llamen progresistas, el culto al miedo les denuncia y les arroja al despreciable mundo de los sátrapas y reyezuelos déspotas.
Esta tesis, certera y sabia, se emparenta con el también sabio principio de que "Cuando el pueblo le teme al gobierno, existe dictadura y cuando es el gobierno el que le teme al pueblo, entonces hay democracia".
Una sociedad del miedo no debate abiertamente temas relacionados con los derechos humanos. Su pueblo no protesta. Su régimen no investiga. Su prensa no denuncia. Sus tribunales de justicia no protegen. En cambio, las sociedades democráticas realizan constantes exámenes de sí mismas.
La sociedad del miedo es muy parecida a la sociedad española actual, donde es el pueblo el que le teme al gobierno y no al reves, donde los abusos y currupciones gozan de práctica impunidad, las grandes dudas y sospechas, como las que rodean al 11 M, no se investigan hasta desvelar la verdad, el gobierno gestiona la mentira sin pudor, la prensa, salvo honrosas excepciones, no informa salvo de lo que interesa a los "amos", la justicia se "adapta" al momento político y el debate está falsificado y controlado desde el poder. En la España de Zapatero, la gente rebelde e independiente teme ser "señalada" por el poder como antisistema o, simplemente, como "adversaria", y sufrir consecuencias como la pérdida del empleo, la marginación de los contratos públicos y subvenciones, cuando no la visita de inspectores de Hacienda y otras "consecuencias" muy desagradables.
El fantasma del terrorismo ha servido a muchos Estados de excusa para volver a utilizar el miedo en su provecho. Resultaba evidente que la desaparición del gran enemigo comunista incomodó a la mayoría de los gobiernos y ejércitos, a los que ahora les resultaba difícil demostrar la necesidad de seguir produciendo masivamente misiles, tanques y aviones, de seguir acaparando privilegios y de continuar consumiendo para la Defensa las mayores cuotas de los presupuestos estatales.
En España, donde el gobierno está al frente de una sociedad debilitada hasta el extremo y sin capacidad de rebelión, ni siquiera es necesario el terrorismo para imponer el miedo. El gobierno Zapatero ha conseguido imponer el miedo y la autocensura esgrimiendo otros fantasmas más sutiles: miedo al imponente poder del Estado, terror a ser tachado de fascista o antisistema y pánico a perder el favor de lo público, quedando al margen del empleo, los negocios, los privilegios y la riqueza.
Zapatero ha adquirido méritos suficientes para pasar a la historia como el hombre que cambió España a velocidad de vértigo, como el que debilitó la unidad nacional, como el que trastocó las alianzas internacionales o como aquel que descoyuntó el país para contentar a los nacionalistas extremos, pero es más probable que consiga hacerlo por haber arrebatado los más preciados valores y logros a un pueblo de borregos que no supo impedirselo con la rebeldía.
Paises como Estados Unidos y Gran Bretaña han tenido que adaptar y reeditar los viejos fantasmas de la Guerra Fría, fijando la mirada en el terrorismo, para inyectar en sus pueblos el miedo que necesitan los poderosos para dominar y sojuzgar, pero Zapatero ha tenido que hacer poco para amedrentar a un pueblo cobarde de nuevos ricos, dispuestos a todo con tal de conservar su recien ganado bienestar.
En España, en vez de agigantar el fantasma del terrorismo, se ha pactado con él y se le ha beneficiado en los tribunales de justicia. Después del trauma nacional causado por los atentados de marzo de 2004, en Madrid, el gobierno de España no nocesita hablar de enemigos invisibles, de quintacolumnistas preparados para asesinar y de adversarios infiltrados dispuestos a todo. Aquí es suficiente el miedo a enemistarse con las poderosas castas políticas. Zapatero, al frente de su gran manada de borregos, se rie de que americanos y británicos, para lograr una escuálida cosecha de miedo, tengan que resucitar las odiosas doctrinas de la Seguridad Nacional y, como en los oscuros tiempos del macartysmo, espien sin controles democráticos a sus ciudadanos, alcanzando límites nunca antes permitidos, leyendo incluso sus correos electrónicos y escuchando sus conversaciones telefónicas.
En España, el poder político consigue todo eso y mucho más sin esfuerzo alguno, quizás porque el miedo está instalado en las almas de unos ciudadanos que ni siquiera tuvieron que luchar por la democracia adulterada que poseen, que les fue "regalada", tras la muerte del dictador, por una casta de políticos que se instalaron en el poder como los "nuevos amos".
Esta tesis, certera y sabia, se emparenta con el también sabio principio de que "Cuando el pueblo le teme al gobierno, existe dictadura y cuando es el gobierno el que le teme al pueblo, entonces hay democracia".
Una sociedad del miedo no debate abiertamente temas relacionados con los derechos humanos. Su pueblo no protesta. Su régimen no investiga. Su prensa no denuncia. Sus tribunales de justicia no protegen. En cambio, las sociedades democráticas realizan constantes exámenes de sí mismas.
La sociedad del miedo es muy parecida a la sociedad española actual, donde es el pueblo el que le teme al gobierno y no al reves, donde los abusos y currupciones gozan de práctica impunidad, las grandes dudas y sospechas, como las que rodean al 11 M, no se investigan hasta desvelar la verdad, el gobierno gestiona la mentira sin pudor, la prensa, salvo honrosas excepciones, no informa salvo de lo que interesa a los "amos", la justicia se "adapta" al momento político y el debate está falsificado y controlado desde el poder. En la España de Zapatero, la gente rebelde e independiente teme ser "señalada" por el poder como antisistema o, simplemente, como "adversaria", y sufrir consecuencias como la pérdida del empleo, la marginación de los contratos públicos y subvenciones, cuando no la visita de inspectores de Hacienda y otras "consecuencias" muy desagradables.
El fantasma del terrorismo ha servido a muchos Estados de excusa para volver a utilizar el miedo en su provecho. Resultaba evidente que la desaparición del gran enemigo comunista incomodó a la mayoría de los gobiernos y ejércitos, a los que ahora les resultaba difícil demostrar la necesidad de seguir produciendo masivamente misiles, tanques y aviones, de seguir acaparando privilegios y de continuar consumiendo para la Defensa las mayores cuotas de los presupuestos estatales.
En España, donde el gobierno está al frente de una sociedad debilitada hasta el extremo y sin capacidad de rebelión, ni siquiera es necesario el terrorismo para imponer el miedo. El gobierno Zapatero ha conseguido imponer el miedo y la autocensura esgrimiendo otros fantasmas más sutiles: miedo al imponente poder del Estado, terror a ser tachado de fascista o antisistema y pánico a perder el favor de lo público, quedando al margen del empleo, los negocios, los privilegios y la riqueza.
Zapatero ha adquirido méritos suficientes para pasar a la historia como el hombre que cambió España a velocidad de vértigo, como el que debilitó la unidad nacional, como el que trastocó las alianzas internacionales o como aquel que descoyuntó el país para contentar a los nacionalistas extremos, pero es más probable que consiga hacerlo por haber arrebatado los más preciados valores y logros a un pueblo de borregos que no supo impedirselo con la rebeldía.
Paises como Estados Unidos y Gran Bretaña han tenido que adaptar y reeditar los viejos fantasmas de la Guerra Fría, fijando la mirada en el terrorismo, para inyectar en sus pueblos el miedo que necesitan los poderosos para dominar y sojuzgar, pero Zapatero ha tenido que hacer poco para amedrentar a un pueblo cobarde de nuevos ricos, dispuestos a todo con tal de conservar su recien ganado bienestar.
En España, en vez de agigantar el fantasma del terrorismo, se ha pactado con él y se le ha beneficiado en los tribunales de justicia. Después del trauma nacional causado por los atentados de marzo de 2004, en Madrid, el gobierno de España no nocesita hablar de enemigos invisibles, de quintacolumnistas preparados para asesinar y de adversarios infiltrados dispuestos a todo. Aquí es suficiente el miedo a enemistarse con las poderosas castas políticas. Zapatero, al frente de su gran manada de borregos, se rie de que americanos y británicos, para lograr una escuálida cosecha de miedo, tengan que resucitar las odiosas doctrinas de la Seguridad Nacional y, como en los oscuros tiempos del macartysmo, espien sin controles democráticos a sus ciudadanos, alcanzando límites nunca antes permitidos, leyendo incluso sus correos electrónicos y escuchando sus conversaciones telefónicas.
En España, el poder político consigue todo eso y mucho más sin esfuerzo alguno, quizás porque el miedo está instalado en las almas de unos ciudadanos que ni siquiera tuvieron que luchar por la democracia adulterada que poseen, que les fue "regalada", tras la muerte del dictador, por una casta de políticos que se instalaron en el poder como los "nuevos amos".