De las pocas cosas claras que ofrece el dramático panorama de la depresión de la economía mundial es que aquellos países que han bajado los impuestos para activar el tejido económico resisten mejor que aquellos otros que, como España, se niegan a bajar los impuestos porque la clase gobernante, avarienta, no quiere o no sabe ahorrar y renunciar a sus privilegios. De todos los países desarrollados, España es el que fabrica más paro y pobreza. La avaricia del poder es la principal culpable del drama.
Francia acaba de anunciar un notable programa de bajada de impuestos que afecta a las familias y a las empresas, mientras que otros países de nuestro entorno lo han hecho antes, siempre con intensidad y éxito, pero Zapatero se niega a hacerlo porque quiere que el poder político controle lo poco que queda de dinero. En la famosa cumbre de Washington, en la que Zapatero mendigó una silla a Sarkozy, se decidió bajar los impuestos para estimular la economía, pero Zapatero se negó a hacerlo porque la "formula" española era la del gasto público. El resultado es el que acaba de recordar Sarkozy, que en España el paro crece cinco veces más que en Francia.
La avaricia fue en un principio la gran protagonista de la actual crisis mundial. Todo comenzó con la avaricia de los brokers y banqueros, que diseñaron y comercializaron productos basura sólo para alterar la contabilidad de sus negocios, obtener beneficios ficticios y ganar las primas y pluses establecidos en sus contrartos. Después llegó la avaricia de los gobernantes, que se negaban a renunciar a privilegios y a compartir la austeridad que imponen a sus ciudadanos.
En España, paradigma mundial de país políticamente avariento, el gobierno no sólo se niega a asumir austeridad y a a bajar impuestos, sino que incrementa sus privilegios, sube sus sueldos, dispara el despilfarro y ha dado órdenes a los inspectores para que multen con saña a los infractores y a la policía que utilice las carreteras como una enorme trampa recaudadora, todo para que los que gobiernan sigan disponiendo de dinero abundante.
Ahora, detectada como mal letal mundial, la avaricia está siendo erradica a toda prisa de la política y de las empresas, pero en algunos países, como España, está demasiado incrustada en el alma del poder.
Los políticos avarientos, que siguen impasibles en su orgía de despilfarro, con cacerías obscenas, tramas de corrupción, pagos de burdeles con dinero público, gastos disparados en sus tarjetas públicas de crédito, adquiriendo coches de lujo, amueblando despachos de cine y subiéndose los sueldos a escondidas, se niegan a aplicar recetas de eficacia indiscutible y que serían recibidas por los ciudadanos con ilusión, como, por ejemplo, el cierre de las televisiones públicas, juguetes costosos en manos de los políticos, que no aportan nada a la sociedad y que,si fueran cerradas o privatizadas, los ahorros conseguidos servirían para garantizar el funcionamiento de la seguridad social y de las pensiones por muchos años.
Otra medida que el pueblo español acogería con agrado en estos tiempos de crisis y que los políticos se niegan a aplicar sería poner a dieta severa al obeso y enfermo Estado español. Tan solo en la Moncloa podrían licenciarse unos trescientos asesores sin que los servicios que requiere el presidente Zapatero se resientan. En todo el Estado, donde hay más de 3.5 millones de gente cobrando del erario público, los expertos calculan que podría prescindirse de la mitad de los contratados, sobre todo asesores, enchufados, amiguetes y familiares de políticos, con altos sueldos, sin que se pierda calidad o eficacia alguna en los servicios públicos.
Si algo tenemos que agradecer a la terrible crisis que nos está hundiendo y arrebatándonos la prosperidad acumulada durante años de esfuerzo es que está abriendo los ojos de los ciudadanos para que descubran hasta que punto el poder político está enfermo de corrupción, avaricia, arrogancia e ineficiencia. La conciencia de que no podremos salir de la crisis sin que el Estado monstruoso que se ha creado sea reformado, reducido y moralizado, es ya mayoritaria entre la ciudadanía.
Ningún país del mundo puede financiar, en estas circunstancias de crisis, una Presidencia del gobierno, una Casa Real, unas Cortes, un Senado, 17 gobiernos autonómicos, 17 parlamentos, miles de alcaldes, decenas de miles de concejales y centenares de miles de enchufados, recomendados del partido, amiguertes y familiares del poder, todos cobrando y muchos de ellos sin ni siquiera aparecer por sus puestos de trabajo.
Mantener ese diseño de Estado dispara la avaricia, alimenta la corrupción, es inmoral y debería ser delito en cualquier democracia decente.
Francia acaba de anunciar un notable programa de bajada de impuestos que afecta a las familias y a las empresas, mientras que otros países de nuestro entorno lo han hecho antes, siempre con intensidad y éxito, pero Zapatero se niega a hacerlo porque quiere que el poder político controle lo poco que queda de dinero. En la famosa cumbre de Washington, en la que Zapatero mendigó una silla a Sarkozy, se decidió bajar los impuestos para estimular la economía, pero Zapatero se negó a hacerlo porque la "formula" española era la del gasto público. El resultado es el que acaba de recordar Sarkozy, que en España el paro crece cinco veces más que en Francia.
La avaricia fue en un principio la gran protagonista de la actual crisis mundial. Todo comenzó con la avaricia de los brokers y banqueros, que diseñaron y comercializaron productos basura sólo para alterar la contabilidad de sus negocios, obtener beneficios ficticios y ganar las primas y pluses establecidos en sus contrartos. Después llegó la avaricia de los gobernantes, que se negaban a renunciar a privilegios y a compartir la austeridad que imponen a sus ciudadanos.
En España, paradigma mundial de país políticamente avariento, el gobierno no sólo se niega a asumir austeridad y a a bajar impuestos, sino que incrementa sus privilegios, sube sus sueldos, dispara el despilfarro y ha dado órdenes a los inspectores para que multen con saña a los infractores y a la policía que utilice las carreteras como una enorme trampa recaudadora, todo para que los que gobiernan sigan disponiendo de dinero abundante.
Ahora, detectada como mal letal mundial, la avaricia está siendo erradica a toda prisa de la política y de las empresas, pero en algunos países, como España, está demasiado incrustada en el alma del poder.
Los políticos avarientos, que siguen impasibles en su orgía de despilfarro, con cacerías obscenas, tramas de corrupción, pagos de burdeles con dinero público, gastos disparados en sus tarjetas públicas de crédito, adquiriendo coches de lujo, amueblando despachos de cine y subiéndose los sueldos a escondidas, se niegan a aplicar recetas de eficacia indiscutible y que serían recibidas por los ciudadanos con ilusión, como, por ejemplo, el cierre de las televisiones públicas, juguetes costosos en manos de los políticos, que no aportan nada a la sociedad y que,si fueran cerradas o privatizadas, los ahorros conseguidos servirían para garantizar el funcionamiento de la seguridad social y de las pensiones por muchos años.
Otra medida que el pueblo español acogería con agrado en estos tiempos de crisis y que los políticos se niegan a aplicar sería poner a dieta severa al obeso y enfermo Estado español. Tan solo en la Moncloa podrían licenciarse unos trescientos asesores sin que los servicios que requiere el presidente Zapatero se resientan. En todo el Estado, donde hay más de 3.5 millones de gente cobrando del erario público, los expertos calculan que podría prescindirse de la mitad de los contratados, sobre todo asesores, enchufados, amiguetes y familiares de políticos, con altos sueldos, sin que se pierda calidad o eficacia alguna en los servicios públicos.
Si algo tenemos que agradecer a la terrible crisis que nos está hundiendo y arrebatándonos la prosperidad acumulada durante años de esfuerzo es que está abriendo los ojos de los ciudadanos para que descubran hasta que punto el poder político está enfermo de corrupción, avaricia, arrogancia e ineficiencia. La conciencia de que no podremos salir de la crisis sin que el Estado monstruoso que se ha creado sea reformado, reducido y moralizado, es ya mayoritaria entre la ciudadanía.
Ningún país del mundo puede financiar, en estas circunstancias de crisis, una Presidencia del gobierno, una Casa Real, unas Cortes, un Senado, 17 gobiernos autonómicos, 17 parlamentos, miles de alcaldes, decenas de miles de concejales y centenares de miles de enchufados, recomendados del partido, amiguertes y familiares del poder, todos cobrando y muchos de ellos sin ni siquiera aparecer por sus puestos de trabajo.
Mantener ese diseño de Estado dispara la avaricia, alimenta la corrupción, es inmoral y debería ser delito en cualquier democracia decente.
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