Los organizadores de la manifestación contra la LOE del sábado cifran en dos millones los participantes, mientras que la Delegación del Gobierno, representante directo del Estado, dice que sólo fueron unos 400.000. La diferencia entre los dos datos en tan enorme que, evidentemente, una de las dos partes miente, o, seguranmente, las dos.
Sin embargo, en democracia, no es lo mismo que mientan unos organizadores privados que el Estado. Cuando el Estado miente a los ciudadanos, deja de existir la democracia porque entran en escena perversiones y corrupciones que son incompatibles con ese noble sistema.
Los ciudadanos no deberíamos permitir que se nos mienta desde el Estado, que nos mientan aquellos que representan a los ciudadanos y gestionan lo público en nombre del pueblo soberano. Están obligados por el sistema a decir la verdad. Siempre.
Ciertamente, esas mentiras desde lo público no están (todavía) tipificadas como delito, pero llegarán a estarlo en el futuro, cuando consigamos que la democracia sea limpia y auténtica. Sin embargo, mientras tanto, no deberíamos permitir la mentira pública porque es demasiado baja, grave y hasta peligrosa.
Conviene recordar que todos los totalitarismos practicaron la mentira como método de gobierno y que uno de ellos, el leninista, del que todavía quedan resquicios activos en muchas de nuestras democracias, definió la mentira como "revolucionaria".
La mentira desde las instituciones públicas es siempre considerada por los politólogos como una de las primeras manifestaciones de la degradación del sistema, que, si continúa deteriorándose, puede llegar, como demuestran las experiencias del siglo XX, hasta extremos escalofriantes.
FR
Sin embargo, en democracia, no es lo mismo que mientan unos organizadores privados que el Estado. Cuando el Estado miente a los ciudadanos, deja de existir la democracia porque entran en escena perversiones y corrupciones que son incompatibles con ese noble sistema.
Los ciudadanos no deberíamos permitir que se nos mienta desde el Estado, que nos mientan aquellos que representan a los ciudadanos y gestionan lo público en nombre del pueblo soberano. Están obligados por el sistema a decir la verdad. Siempre.
Ciertamente, esas mentiras desde lo público no están (todavía) tipificadas como delito, pero llegarán a estarlo en el futuro, cuando consigamos que la democracia sea limpia y auténtica. Sin embargo, mientras tanto, no deberíamos permitir la mentira pública porque es demasiado baja, grave y hasta peligrosa.
Conviene recordar que todos los totalitarismos practicaron la mentira como método de gobierno y que uno de ellos, el leninista, del que todavía quedan resquicios activos en muchas de nuestras democracias, definió la mentira como "revolucionaria".
La mentira desde las instituciones públicas es siempre considerada por los politólogos como una de las primeras manifestaciones de la degradación del sistema, que, si continúa deteriorándose, puede llegar, como demuestran las experiencias del siglo XX, hasta extremos escalofriantes.
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