Los partidos políticos son los grandes culpables de la crispación de la sociedad española, de la frustración de los demócratas, de la división política, de la disgregación y del déficit de liderazgo que contaminan a la España del presente.
Nacidos para canalizar el impulso político de la sociedad y concebidos por las constituciones democráticas como instrumentos para la participación de los ciudadanos en la vida política, los partidos políticos han traicionado sus orígenes y sus fines, convirtiéndose en maquinarias obsesionadas por controlar el poder y dominar a la sociedad y a los ciudadanos.
Lejos de propiciar la participación política, han expulsado al ciudadano de la política y la ejercen como monopolio. Saben que, en democracia, el ciudadano es el único poder legitimador, porque posee la soberanía, pero prefieren ignorar ese principio, que no les conviene, y llevar su usurpación de la política hasta extremos altamente peligrosos. Aseguran creer en la democracia y defenderla, pero no la practican y los partidos se rigen internamente por sistemas verticales en los que una cúspide profesional, la elite, impone su criterio, somete a la militancia y regula el debate y las relaciones a través de una tupida red de clientelismo, de lealtades y fidelidades que cercena la libertad, reprime la libre expresión y antepone el servicio al partido y el sometimiento al sagrado deber democrático de servir al ciudadano.
Esos son nuestros partidos políticos, los de España y los de muchos países que se dicen democráticos pero que no lo son, sólo que en España la osadía, la voracidad de poder y la imprudencia de los partidos están llegando a extremos inéditos en las democracias avanzadas de Occidente.
Tal vez la clave de lo que nos ocurre esté en la inocente, generosa y entusiasta forma como la sociedad española recibió a los partidos tras la muerte de Franco, cuando recuperamos la democracia. Sedienta de libertades democráticas y creyendo que los partidos políticos eran la emanación de la nueva fe democrática, la sociedad abrió sus brazos y se dejó penetrar sin las necesarias defensas y cautelas. Los partidos malinterpretaron el gesto, irrumpieron en la sociedad como un río desbordado y lo ocuparon todo, incluso espacios que, en democracia, por pura profilaxis, les están vedados, como universidades, cajas de ahorros, asociaciones ciudadanas, medios de comunicación, sindicatos, colegios profesionales y hasta fundaciones y foros cívicos.
Convencidos de que su poder es el poder del pueblo que los ha votado, una verdadera herejía en democracia, practicaron principios tan aberrantes como "el que no está conmigo está contra mí", "en política vale todo" o "el fin justifica los medios" y borraron del mapa cualquier obstáculo, cualquier atisbo de independencia, alcanzando con su zarpa al mismo ciudadano y a la sociedad civil, un conglomerado cuya independencia y vitalidad son imprescindibles para que una sociedad tenga pulso, progrese y sea verdaderamente libre, cuya debilidad y postración es tal en España que necesita entrar con urgencia en la UCI.
Hoy, después de un cuarto de siglo de democracia, el balance que pueden ofrecer nuestros partidos no es precisamente estimulante: la fractura de la sociedad española está alcanzando límites cercanos a los existentes en vísperas de la Guerra Civil de 1936, mientras que los ciudadanos congelan su antiguo amor a la democracia, se divorcian de los partidos, se alejan de los políticos y miran a las urnas con indeferencia creciente.
La imagen del político, héroe de las libertades y el más popular y admirado de los modelos sociales en la Transición, ha caído por los suelos. El político, justa o injustamente, ya no es visto como el distinguido representante del pueblo ni como la emanación de la voluntad popular, sino como el oportunista que se instala profesionalmente en el poder, que transfiere a su partido la lealtad y el servicio que le debe al pueblo y que se beneficia de las ventajas y privilegios con el que el poder democrático se ha autoadornado en los últimos años.
(sigue)
Nacidos para canalizar el impulso político de la sociedad y concebidos por las constituciones democráticas como instrumentos para la participación de los ciudadanos en la vida política, los partidos políticos han traicionado sus orígenes y sus fines, convirtiéndose en maquinarias obsesionadas por controlar el poder y dominar a la sociedad y a los ciudadanos.
Lejos de propiciar la participación política, han expulsado al ciudadano de la política y la ejercen como monopolio. Saben que, en democracia, el ciudadano es el único poder legitimador, porque posee la soberanía, pero prefieren ignorar ese principio, que no les conviene, y llevar su usurpación de la política hasta extremos altamente peligrosos. Aseguran creer en la democracia y defenderla, pero no la practican y los partidos se rigen internamente por sistemas verticales en los que una cúspide profesional, la elite, impone su criterio, somete a la militancia y regula el debate y las relaciones a través de una tupida red de clientelismo, de lealtades y fidelidades que cercena la libertad, reprime la libre expresión y antepone el servicio al partido y el sometimiento al sagrado deber democrático de servir al ciudadano.
Esos son nuestros partidos políticos, los de España y los de muchos países que se dicen democráticos pero que no lo son, sólo que en España la osadía, la voracidad de poder y la imprudencia de los partidos están llegando a extremos inéditos en las democracias avanzadas de Occidente.
Tal vez la clave de lo que nos ocurre esté en la inocente, generosa y entusiasta forma como la sociedad española recibió a los partidos tras la muerte de Franco, cuando recuperamos la democracia. Sedienta de libertades democráticas y creyendo que los partidos políticos eran la emanación de la nueva fe democrática, la sociedad abrió sus brazos y se dejó penetrar sin las necesarias defensas y cautelas. Los partidos malinterpretaron el gesto, irrumpieron en la sociedad como un río desbordado y lo ocuparon todo, incluso espacios que, en democracia, por pura profilaxis, les están vedados, como universidades, cajas de ahorros, asociaciones ciudadanas, medios de comunicación, sindicatos, colegios profesionales y hasta fundaciones y foros cívicos.
Convencidos de que su poder es el poder del pueblo que los ha votado, una verdadera herejía en democracia, practicaron principios tan aberrantes como "el que no está conmigo está contra mí", "en política vale todo" o "el fin justifica los medios" y borraron del mapa cualquier obstáculo, cualquier atisbo de independencia, alcanzando con su zarpa al mismo ciudadano y a la sociedad civil, un conglomerado cuya independencia y vitalidad son imprescindibles para que una sociedad tenga pulso, progrese y sea verdaderamente libre, cuya debilidad y postración es tal en España que necesita entrar con urgencia en la UCI.
Hoy, después de un cuarto de siglo de democracia, el balance que pueden ofrecer nuestros partidos no es precisamente estimulante: la fractura de la sociedad española está alcanzando límites cercanos a los existentes en vísperas de la Guerra Civil de 1936, mientras que los ciudadanos congelan su antiguo amor a la democracia, se divorcian de los partidos, se alejan de los políticos y miran a las urnas con indeferencia creciente.
La imagen del político, héroe de las libertades y el más popular y admirado de los modelos sociales en la Transición, ha caído por los suelos. El político, justa o injustamente, ya no es visto como el distinguido representante del pueblo ni como la emanación de la voluntad popular, sino como el oportunista que se instala profesionalmente en el poder, que transfiere a su partido la lealtad y el servicio que le debe al pueblo y que se beneficia de las ventajas y privilegios con el que el poder democrático se ha autoadornado en los últimos años.
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