Los últimos gobiernos han convertido la democracia española en una tiranía camuflada de políticos fracasados e infames, que por ello merecen ser expulsados por los demócratas. En lugar de generar felicidad en la ciudadanía, han empujado al país hacia la corrupción, la ruptura, el enfrentamiento, la ruina y el deterioro de la convivencia. Por todas esas "fechorías", de las que son culpables partidos de derecha y de izquierda, los políticos deben ser combatidos por el pueblo, hasta conseguir que dejen de ser miserables y tiranos.
En democracia, el mandato que reciben los políticos electos no es incondicional, sino fiduciario, basado en la confianza que merece, que puede mantenerse o perderse, según se gobierne bien o mal. El derecho de los ciudadanos a retirar su confianza a políticos que les traicionan y que les llevan hasta la ruina como gobernantes no es reconocido en España, un país con una democracia degradada en el que el ciudadano es el gran marginado.
Muchos políticos, desde su arrogancia, interpretan y aplican a su conveniencia no sólo los criterios y deseos de los ciudadanos sino también las normas más elementales del sistema y hasta las leyes más sagradas. Según la más extendida de esas perversiones antidemocráticas, el ciudadano debe renunciar a su voluntad política y a su soberanía nada más emitir su voto, pues los políticos votados pasan a apropiarse de la soberanía popular y hacer con ella su coto señorial
Zapatero, durante su largo y lamentable mandato, ignoró que el poder sólo es incondicional en las tiranías y siempre está condicionado en democracia a la confianza y al buen gobierno. Lo que los ciudadanos encomendaron a Zapatero, al elegirlo en las urnas, no era "que gobierne", sino que "gobierne bien", lo que es muy diferente. Con Rajoy ocurrió lo mismo porque el muy fatuo incumplió sus promesas, creo frustración a chorros y gobernó a capricho, generando un malestar que terminó conduciendo al peligroso Pedro Sánchez hasta la Moncloa.
Hay mil pruebas de que PSOE y PP son dos partidos políticos ajenos a la democracia verdadera y encuadrados en una partitocracia radical, que puede también describirse casi como una dictadura de partidos.
Es tan sencillo como cuando el consejo de administración de una empresa designa a un director general. Obviamente, no lo hace para que dirija la empresa como él quiera, sino para que dirija bien y obtenga resultados. Si no lo hace bien, pierde el puesto, ya sea dimitiendo o mediante expulsión. En política, debería ocurrir exactamente lo mismo, si se cumplieran las reglas, y de hecho ocurre así en algunas democracias avanzadas del mundo, pero no en España, donde los políticos han tergiversado las reglas y, cuando son designados, no sólo se creen elegidos sin limitación alguna hasta las próximas elecciones, sino que arrebatan la empresa (El Estado democrático) a sus dueños, que son los ciudadanos, y hasta someten y maltratan a sus verdaderos dueños.
En las democracias reales y limpias, cuando un gobernante comete errores graves, dimite, interpretando correctamente que ha fallado y ha traicionado la confianza que los ciudadanos depositaron en él. Pero no ocurre eso en España, considerada un ejemplo mundial de descaro y degeneración política, entre otras muchas razones porque sus políticos se atrincheran en el Estado y nunca dimiten.
En España, donde la democracia ha alcanzado un nivel de degradación y podredumbre que ya sólo es comparable al de algunos países subdesarrollados de Ásia, África y Latinoamérica, los políticos interpretan que , cuando han sido elegidos, hay que aguantarlos hasta las próximas elecciones, hagan lo que hagan, incluso si su comportamiento, erróneo y torpe, lleva al país hacia la ruina y al desastre.
Ese criterio empobrece, degrada y pudre la democracia española, convierte a los ciudadanos en rehenes de sus políticos y crea el caldo de cultivo propicio para que germinen la ineficacia, la corrupción y el abuso de poder.
El primer deber de todo demócrata español es acabar con esa concepción casi totalitaria del poder hasta conseguir que los políticos respondan de sus actos y se sientan vinculados no tanto al poder como al servicio al ciudadano y a su eficacia como gobernantes.
Francisco Rubiales
En democracia, el mandato que reciben los políticos electos no es incondicional, sino fiduciario, basado en la confianza que merece, que puede mantenerse o perderse, según se gobierne bien o mal. El derecho de los ciudadanos a retirar su confianza a políticos que les traicionan y que les llevan hasta la ruina como gobernantes no es reconocido en España, un país con una democracia degradada en el que el ciudadano es el gran marginado.
Muchos políticos, desde su arrogancia, interpretan y aplican a su conveniencia no sólo los criterios y deseos de los ciudadanos sino también las normas más elementales del sistema y hasta las leyes más sagradas. Según la más extendida de esas perversiones antidemocráticas, el ciudadano debe renunciar a su voluntad política y a su soberanía nada más emitir su voto, pues los políticos votados pasan a apropiarse de la soberanía popular y hacer con ella su coto señorial
Zapatero, durante su largo y lamentable mandato, ignoró que el poder sólo es incondicional en las tiranías y siempre está condicionado en democracia a la confianza y al buen gobierno. Lo que los ciudadanos encomendaron a Zapatero, al elegirlo en las urnas, no era "que gobierne", sino que "gobierne bien", lo que es muy diferente. Con Rajoy ocurrió lo mismo porque el muy fatuo incumplió sus promesas, creo frustración a chorros y gobernó a capricho, generando un malestar que terminó conduciendo al peligroso Pedro Sánchez hasta la Moncloa.
Hay mil pruebas de que PSOE y PP son dos partidos políticos ajenos a la democracia verdadera y encuadrados en una partitocracia radical, que puede también describirse casi como una dictadura de partidos.
Es tan sencillo como cuando el consejo de administración de una empresa designa a un director general. Obviamente, no lo hace para que dirija la empresa como él quiera, sino para que dirija bien y obtenga resultados. Si no lo hace bien, pierde el puesto, ya sea dimitiendo o mediante expulsión. En política, debería ocurrir exactamente lo mismo, si se cumplieran las reglas, y de hecho ocurre así en algunas democracias avanzadas del mundo, pero no en España, donde los políticos han tergiversado las reglas y, cuando son designados, no sólo se creen elegidos sin limitación alguna hasta las próximas elecciones, sino que arrebatan la empresa (El Estado democrático) a sus dueños, que son los ciudadanos, y hasta someten y maltratan a sus verdaderos dueños.
En las democracias reales y limpias, cuando un gobernante comete errores graves, dimite, interpretando correctamente que ha fallado y ha traicionado la confianza que los ciudadanos depositaron en él. Pero no ocurre eso en España, considerada un ejemplo mundial de descaro y degeneración política, entre otras muchas razones porque sus políticos se atrincheran en el Estado y nunca dimiten.
En España, donde la democracia ha alcanzado un nivel de degradación y podredumbre que ya sólo es comparable al de algunos países subdesarrollados de Ásia, África y Latinoamérica, los políticos interpretan que , cuando han sido elegidos, hay que aguantarlos hasta las próximas elecciones, hagan lo que hagan, incluso si su comportamiento, erróneo y torpe, lleva al país hacia la ruina y al desastre.
Ese criterio empobrece, degrada y pudre la democracia española, convierte a los ciudadanos en rehenes de sus políticos y crea el caldo de cultivo propicio para que germinen la ineficacia, la corrupción y el abuso de poder.
El primer deber de todo demócrata español es acabar con esa concepción casi totalitaria del poder hasta conseguir que los políticos respondan de sus actos y se sientan vinculados no tanto al poder como al servicio al ciudadano y a su eficacia como gobernantes.
Francisco Rubiales