Los que conocen a Zapatero se dividen en dos bandos: los que dicen que el rasgo dominante de su personalidad es la confianza en sí mismo, en su suerte, en su condición de "favorito de la fortuna", basada en el dato de que él nunca ha perdido, y los que opinan que su rasgo dominante es el mesianismo, el convencimiento de que está llamado a hacer grandes cosas, un sentimiento que se traduce en la permanente tentación de cambiar el mundo.
A juzgar por su comportamiento desde que, de sorpresa en sorpresa, se convirtió en líder del socialismo español, en jefe de la oposición y, finalmente, en jefe del gobierno, es lícito creer que su personalidad combina esos dos rasgos y que ZP se siente un "copiloto" de los dioses, un ser llamado a hacer grandes cosas y que, al mismo tiempo, para que pueda hacerlas, cree que goza de una especie de protección mágica.
Cuentas sus amigos que un presidente autonómico llegó a la Moncloa preocupado por la sequía, le dijo "No te preocupes porque va a llover". Y llovió. Últimamente, cuando alguien de su partido le dice que las encuestas van mal y que el apoyo popular decrece, Zapatero le responde: "confía en mi porque todo cambiará". Cuando un ministro se atreve a realizar pronósticos negativos en el Consejo, Zapatero siempre responde "eso se va a arreglar" y agrega su ya famosa frase "confía en mi".
Tiene una confianza en si mismo portentosa, sorprendente, casi taumatúrgica, más propia de un líder religioso que de uno político, que, seguramente, es agnóstico.
Maneja la información como si fuera su propio patrimonio y cuando hablas con él siempre te da la sensación de que sabe más de lo que cuenta, que se reserva información valiosa, precisamente la que sustenta su confianza y su seguridad.
El argumento preferido del presidente ZP es que el mundo ha cambiado y que España también tiene que cambiar. Repite sin cesar que la Transición fue un proceso que se quedó corto y que no afrontó retos y cambios que entonces eran imposibles y que ahora son necesarios y posibles.
Tiene más sensibilidad política y social que ideología, nos dice uno de sus interlocutores habituales. Aunque su armadura política está basada en las tesis del republicanismo, Zapatero cree que ideología y política son casi incomptibles cuando hay que gobernar una nación. Reconoce que muchas veces hay que hacer lo que debe hacerse, aunque no sea demasiado ortodoxo.
Políticamente, su seguridad y su vocación intervencionista le situan en los ámbitos del viejo socialismo marxista, el que, dirigido por Lenin, pensaba que el mundo está dividido en dos partes: la élite, que sabe y debe mandar para transformar la historia, y el pueblo, que debe obedecer. Pero Zapatero, que es astuto como una zorra, disfraza y oculta su intervencionismo desbordante, consciente de que en una democracia, la soberanía y el poder deben corresponder al pueblo soberano, no a las élites iluminadas.
En una de esas raras ocasiones en las que ha bajado la guardia y se ha sincerado, ha dicho que será él quien cumpla aquel vaticinio pronunciado por Alfonso Guerra y que el gobierno de Felipe González nunca hizo, aquello de que, después del gobierno socialista, "A España no la va a conocer ni la madre que la parió".
A juzgar por su comportamiento desde que, de sorpresa en sorpresa, se convirtió en líder del socialismo español, en jefe de la oposición y, finalmente, en jefe del gobierno, es lícito creer que su personalidad combina esos dos rasgos y que ZP se siente un "copiloto" de los dioses, un ser llamado a hacer grandes cosas y que, al mismo tiempo, para que pueda hacerlas, cree que goza de una especie de protección mágica.
Cuentas sus amigos que un presidente autonómico llegó a la Moncloa preocupado por la sequía, le dijo "No te preocupes porque va a llover". Y llovió. Últimamente, cuando alguien de su partido le dice que las encuestas van mal y que el apoyo popular decrece, Zapatero le responde: "confía en mi porque todo cambiará". Cuando un ministro se atreve a realizar pronósticos negativos en el Consejo, Zapatero siempre responde "eso se va a arreglar" y agrega su ya famosa frase "confía en mi".
Tiene una confianza en si mismo portentosa, sorprendente, casi taumatúrgica, más propia de un líder religioso que de uno político, que, seguramente, es agnóstico.
Maneja la información como si fuera su propio patrimonio y cuando hablas con él siempre te da la sensación de que sabe más de lo que cuenta, que se reserva información valiosa, precisamente la que sustenta su confianza y su seguridad.
El argumento preferido del presidente ZP es que el mundo ha cambiado y que España también tiene que cambiar. Repite sin cesar que la Transición fue un proceso que se quedó corto y que no afrontó retos y cambios que entonces eran imposibles y que ahora son necesarios y posibles.
Tiene más sensibilidad política y social que ideología, nos dice uno de sus interlocutores habituales. Aunque su armadura política está basada en las tesis del republicanismo, Zapatero cree que ideología y política son casi incomptibles cuando hay que gobernar una nación. Reconoce que muchas veces hay que hacer lo que debe hacerse, aunque no sea demasiado ortodoxo.
Políticamente, su seguridad y su vocación intervencionista le situan en los ámbitos del viejo socialismo marxista, el que, dirigido por Lenin, pensaba que el mundo está dividido en dos partes: la élite, que sabe y debe mandar para transformar la historia, y el pueblo, que debe obedecer. Pero Zapatero, que es astuto como una zorra, disfraza y oculta su intervencionismo desbordante, consciente de que en una democracia, la soberanía y el poder deben corresponder al pueblo soberano, no a las élites iluminadas.
En una de esas raras ocasiones en las que ha bajado la guardia y se ha sincerado, ha dicho que será él quien cumpla aquel vaticinio pronunciado por Alfonso Guerra y que el gobierno de Felipe González nunca hizo, aquello de que, después del gobierno socialista, "A España no la va a conocer ni la madre que la parió".