Colaboraciones

El último testigo - 'Con otro acento' (Observatorio Latinoamericano)





Raúl Alfonsín, el presidente argentino que se atrevió –en un acto tan inaudito como necesario en América Latina- a llevar ante la Justicia a las Juntas Militares que asolaron al país entre 1976 y 1983, aunque también a sancionar las leyes de Obediencia Debida y Punto final en 1987, gracias a las cuáles miles de asesinos y torturadores con uniformes pudieron eludir la acción de los tribunales durante casi 30 años, acaba de protagonizar otro asunto insólito: ser el último testigo –único solicitado por la Defensa- en el juicio que actualmente se desarrolla contra el ex comisario y genocida Miguel Osvaldo Etchecolatz.

El ex comisario de la dictadura, ya condenado a 23 años de prisión en el marco de la “causa Camps” (apellido del ex general y ex jefe de la Policía de la Provincia de Buenos Aires durante la última dictadura, denunciado como uno de los máximos represores del régimen militar), se enfrenta a numerosas causas vinculadas al terrorismo de Estado practicado durante los años 70. En el que ha testificado Alfonsín, como último testigo y único propuesto por la Defensa (también se solicitó el testimonio de Isabelita Perón e Italo Luder –ex presidenta y presidente de la Cámara de Diputado, respectivamente-, aunque ambos alegaron, desde el exterior, no poder acudir por motivos de salud), se trata el caso de Nilda Eloy, ex detenida-desaparecida de la ciudad de La Plata (situada a 56 kilómetros de Buenos Aires).

El abogado de Etchecolatz –Luis Boffi Carri Pérez- intentó una clara estrategia de defensa: amparar al genocida bajo el concepto ya superado de la obediencia debida. Hay que recordar que la ley de Alfonsín, junto con la de Punto Final, fue declarada insanablemente nula por el Congreso de la Nación en 2004 y por la Corte Suprema de Justicia en 2005. Por eso citó al ex presidente Alfonsín como único testigo, y no formuló ni una sola pregunta a los más de 100 testigos –sobrevivientes y familiares de víctimas- que declararon en el juicio oral sobre las atrocidades cometidas en nombre del Estado.

Y llegó Alfonsín (debo reconocer que admiré su decisión de enjuiciar, en 1984, a los Videla, Massera, Agosti y tantos otros, aunque repudié su cobarde iniciativa de salvarse de la presión militar decretando las leyes “del olvido y perdón” para los asesinos) a declarar y no cambió nada de su conocido discurso: “La situación militar estaba complicada”, “No podíamos llevar a mil militares en actividad a proceso”, “La única salida que tuve ante las presiones militares fue promulgar esas dos normas”. O sea, justificó plenamente su forma de actuar –convalidada y complementada posteriormente por el también presidente Carlos Menem- e incluso llegó a tildar de “excesos” otros delitos excluidos de esas leyes, como la apropiación de niños y el robo de bienes de “desaparecidos”. Desde luego, también apoyó que “en esta época de puedan realizar los juicios que en mi época era imposible llevar adelante”.

Alfonsín, que todavía sigue activo en el campo de la “política”, nunca dijo que también –en un acto de arrojo cívico/político- podría haber denunciado ante la sociedad argentina las presiones a las que estaba siendo sometido durante su mandato y dejar que ésta actuase de la forma más conveniente. Y después renunciar. Solo actuó pensando que su decisión era la mejor y ni siquiera se le ocurrió que, a lo mejor, una consulta popular, afrontando todos los peligros a los que había que enfrentarse entonces, era más saludable que dejar sin sanción los atropellos más graves sufridos por la sociedad argentina a manos de los mismos que se autodenominaban servidores del Estado.

Por suerte, su declaración no salvará al criminal Etchecolatz, apenas una cuenta más en el rosario irracional de la asesina cadena de mandos que perpetró la carnicería conocida (desde luego, aclaro que también se cometieron atrocidades –aunque en bastante menor cuantía- por parte de las organizaciones guerrilleras de entonces, las cuáles deben ser juzgadas sin miramientos). Lo que queda claro es que estos políticos de menor entidad –como demostró ser Raúl Alfonsín- no suelen confiar en el pueblo o las sociedades que dicen representar. Solo se miran en el espejo de su propio egoísmo y estulticia para, finalmente, ser testigos de sus propios fracasos.

Ojalá sea este el último testigo de esta condición al que tengamos que escuchar, para bien de los argentinos y de aquellos que, todavía con ingenuidad, siguen sin ver el perverso trasfondo de “las buenas intenciones”.

eduardo caldarola de bello

Franky  
Jueves, 7 de Septiembre 2006
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