La izquierda tiene cada día más miedo a la libertad y por eso no cesa de regular y prohibir. Le teme a Internet y, si pudiera, lo cerraría, sólo porque no lo controla. Teme también al debate, a la cultura universal y abierta, a la verdad y a la libre competencia, pero a lo que más teme es al individuo libre y pensante. Le tiene tanto pánico que procura destruir la individualidad y lucha siempre por agrupar y encuadrar a la gente en grupos. Por eso se sienten tan a gusto en los partidos políticos. Nunca hablan de "ciudadanos", sino de "ciudadanía" y siempre pugnan por transformar la democracia en partitocracia, donde el predominio es de los partidos políticos, nunca del ciudadano.
Dirigen su política a "las mujeres" a "los gays", a "los pobres", a "los trabajadores", pero fracasan estrepitosamente cuando analizamos sus efectos sobre la mujer, que sigue marginada y minusvalorada, el homosexual, que sigue con sus derechos en crisis, el pobre, cada día más desgraciado y hundido, el trabajador, que suele estar en paro y viviendo sin dignidad, de la caridad y los subsidios.
Prefieren el orden a la libertad y odian todo lo que surge espontáneo del espíritu humano. La izquierda teme a la libertad de mercados, al contraste de las ideas y a la polémica y prefiere siempre mandar y dictar antes que discutir. Del miedo a la libertad de la izquierda nace su obsesión por controlar los medios de comunicación, por dominar a los periodistas y por comprar a intelectuales y prescriptores. Se siente más a gusto con las consignas y la propaganda que con el libre juego de la verdad. Aunque no ha tenido más remedio que adaptarse a la democracia, en realidad la considera un odioso invento burgués y liberal. Cuando puede, la persigue, la manipula, la adultera y la prostituye. Por eso, donde hay un gobierno de izquierdas suele oler a tiranía, aunque ellos mismos se avergüencen de sus aires autoritarios y procuren disimular el hedor a dictadura con mil trucos y engaños.
Rechazan la libertad, niegan a los padres el derecho a escoger el idioma de escolarización de sus hijos e intentan que el Estado (que ellos controlan) sustituya a la familia como transmisor de valores y principios morales. Su mayor sueño es crear una religión del Estado que sustituya al cristianismo, una fe que desprecian porque apuesta por la libertad y antepone el valor del individuo al del grupo.
Cuando pueden, hacen todo lo posible para que los ciudadanos lean los periódicos que ellos controlan y vean los canales de televisión que propagan sus doctrinas. Incluso se atreven a prohibir que hablen un determinado idioma y obligan a sus gobernados a hablar la lengua de los nacionalistas que les venden sus votos.
Tienen alergia aguda a la libertad y su pecado más inconfesable es que anteponen el poder a todo lo demás, incluso a las grandes ideas, principios y valores. Se han desprendido de la ideología porque era un obstáculo para el poder. La prueba está en que, para conquistar y mantener el poder, han sido capaces de pactar con partidos teóricamente situados en las antípodas, ideológicamente incompatibles, como ha ocurrido con los pactos del PSOE con antiguos etarras y con el nacionalismo separatista, excluyente y extremo del País Vasco, Cataluña y Galicia.
Las investigaciones sociológicas demuestran que la izquierda obtiene más votos en los ámbitos más analfabetos, donde hay menor consumo de prensa y de Internet, donde hay menos universitarios y menor desarrollo. En las ciudades, sus bolsas de votantes más fieles se concentran en los barrios más pobres y lumperizados, donde el subsidio es más apreciado que el trabajo y donde la cultura genera desprecio.
La última gran derrota de la izquierda es la pérdida de los obreros y empleados, que antes eran su gran fuerza electoral y ahora votan a la derecha y a la extrema derecha.
El miedo a la libertad transporta la semilla de la derrota de la izquierda, ya visible en Europa, donde los partidos de izquierda han demostrado su incapacidad de renovar sus ideas y de adaptarse a los nuevos tiempos y a las nuevas tecnologías.
La izquierda, presa de profundas contradicciones como su odio a la libertad y a la democracia, está casi ausente de Internet y del debate libre. Está perdiendo clamorosamente la batalla del relato.
Cuando asume el poder, utiliza la mentira, la manipulación y el engaño para gobernar y prefiere la propaganda a la verdad, las consignas a los argumentos y la coacción al convencimiento. Los dos principales rasgos de la izquierda, cuando administra el poder en democracia, son su tendencia a legislar y gobernar en contra de la opinión pública y la marginación del ciudadano, al que sólo tiene en cuenta cuando se abren las urnas y necesita su voto.
En manos de gente como Sánchez, cuyo autoritarismo inmoral y depredador se huele a leguas de distancia, la verdadera izquierda que creía en la democracia es un cadáver.
El gran drama de España es que la derecha, aunque afirme lo contrario, tampoco ama la libertad, ni se siente identificada con las raíces liberales. Teme al individuo, se siente insegura en el debate y rehúye al ciudadano, al que también margina de la política, lo que la convierte, en muchos aspectos, en un triste "clon" de la izquierda.
Francisco Rubiales
Dirigen su política a "las mujeres" a "los gays", a "los pobres", a "los trabajadores", pero fracasan estrepitosamente cuando analizamos sus efectos sobre la mujer, que sigue marginada y minusvalorada, el homosexual, que sigue con sus derechos en crisis, el pobre, cada día más desgraciado y hundido, el trabajador, que suele estar en paro y viviendo sin dignidad, de la caridad y los subsidios.
Prefieren el orden a la libertad y odian todo lo que surge espontáneo del espíritu humano. La izquierda teme a la libertad de mercados, al contraste de las ideas y a la polémica y prefiere siempre mandar y dictar antes que discutir. Del miedo a la libertad de la izquierda nace su obsesión por controlar los medios de comunicación, por dominar a los periodistas y por comprar a intelectuales y prescriptores. Se siente más a gusto con las consignas y la propaganda que con el libre juego de la verdad. Aunque no ha tenido más remedio que adaptarse a la democracia, en realidad la considera un odioso invento burgués y liberal. Cuando puede, la persigue, la manipula, la adultera y la prostituye. Por eso, donde hay un gobierno de izquierdas suele oler a tiranía, aunque ellos mismos se avergüencen de sus aires autoritarios y procuren disimular el hedor a dictadura con mil trucos y engaños.
Rechazan la libertad, niegan a los padres el derecho a escoger el idioma de escolarización de sus hijos e intentan que el Estado (que ellos controlan) sustituya a la familia como transmisor de valores y principios morales. Su mayor sueño es crear una religión del Estado que sustituya al cristianismo, una fe que desprecian porque apuesta por la libertad y antepone el valor del individuo al del grupo.
Cuando pueden, hacen todo lo posible para que los ciudadanos lean los periódicos que ellos controlan y vean los canales de televisión que propagan sus doctrinas. Incluso se atreven a prohibir que hablen un determinado idioma y obligan a sus gobernados a hablar la lengua de los nacionalistas que les venden sus votos.
Tienen alergia aguda a la libertad y su pecado más inconfesable es que anteponen el poder a todo lo demás, incluso a las grandes ideas, principios y valores. Se han desprendido de la ideología porque era un obstáculo para el poder. La prueba está en que, para conquistar y mantener el poder, han sido capaces de pactar con partidos teóricamente situados en las antípodas, ideológicamente incompatibles, como ha ocurrido con los pactos del PSOE con antiguos etarras y con el nacionalismo separatista, excluyente y extremo del País Vasco, Cataluña y Galicia.
Las investigaciones sociológicas demuestran que la izquierda obtiene más votos en los ámbitos más analfabetos, donde hay menor consumo de prensa y de Internet, donde hay menos universitarios y menor desarrollo. En las ciudades, sus bolsas de votantes más fieles se concentran en los barrios más pobres y lumperizados, donde el subsidio es más apreciado que el trabajo y donde la cultura genera desprecio.
La última gran derrota de la izquierda es la pérdida de los obreros y empleados, que antes eran su gran fuerza electoral y ahora votan a la derecha y a la extrema derecha.
El miedo a la libertad transporta la semilla de la derrota de la izquierda, ya visible en Europa, donde los partidos de izquierda han demostrado su incapacidad de renovar sus ideas y de adaptarse a los nuevos tiempos y a las nuevas tecnologías.
La izquierda, presa de profundas contradicciones como su odio a la libertad y a la democracia, está casi ausente de Internet y del debate libre. Está perdiendo clamorosamente la batalla del relato.
Cuando asume el poder, utiliza la mentira, la manipulación y el engaño para gobernar y prefiere la propaganda a la verdad, las consignas a los argumentos y la coacción al convencimiento. Los dos principales rasgos de la izquierda, cuando administra el poder en democracia, son su tendencia a legislar y gobernar en contra de la opinión pública y la marginación del ciudadano, al que sólo tiene en cuenta cuando se abren las urnas y necesita su voto.
En manos de gente como Sánchez, cuyo autoritarismo inmoral y depredador se huele a leguas de distancia, la verdadera izquierda que creía en la democracia es un cadáver.
El gran drama de España es que la derecha, aunque afirme lo contrario, tampoco ama la libertad, ni se siente identificada con las raíces liberales. Teme al individuo, se siente insegura en el debate y rehúye al ciudadano, al que también margina de la política, lo que la convierte, en muchos aspectos, en un triste "clon" de la izquierda.
Francisco Rubiales