Stalin, el gran mediocre
Esta curiosa frase del tío Josif, como a él le gustaba que lo llamasen: «El mundo es de los mediocres», aseguraba, y lo hacía con conocimiento de causa. «Mediocre y oscuro», así lo definió Trotsky al poco de conocerlo, sin sospechar que a no mucho andar Stalin lograría no solo eclipsar su rutilante estrella, sino hacer que palideciera también al astro rey de la revolución, el mismísimo Lenin. ¿Cómo un hombre poco elocuente, con una inteligencia rústica y cerrado acento georgiano logró abrirse paso entre camaradas mucho más brillantes que él y convertirse en uno de los hombres más poderosos y temidos de la Tierra? Precisamente por una para él venturosa conjunción de mediocridad y crueldad a partes iguales. Mediocridad para, en el comienzo de su andadura política, no levantar suspicacias.
Una muy útil grisura que le permitió infiltrarse en las esferas dominantes hasta situarse, para asombro de todos, a la par de Lenin. Y crueldad para, primero, convertirse en imprescindible ocupándose del trabajo sucio y, más adelante, una vez alcanzado el poder, utilizándola como implacable arma política hasta hacer tristemente cierta esa otra frase suya que seguro conocen: «Una muerte es una tragedia, pero un millón de muertes es solo estadística». Siempre me han fascinado los mediocres. ¿Qué especial talento tienen para estar siempre en el lugar adecuado en el momento preciso? ¿Cómo consiguen alcanzar metas más elevadas que otras personas más inteligentes, más preparadas, más interesantes?
A diferencia de los brillantes, que inevitablemente levantan envidias y recelo, los mediocres vuelan bajo el radar y poco a poco procuran hacerse imprescindibles. Incansables pelotas, los mediocres son tenaces, y cuentan con otra poderosa arma, su propio resentimiento, motor tanto o más útil que el entusiasmo, el idealismo, la inteligencia incluso. Los mediocres no serían tan peligrosos si, una vez alcanzada su meta, dejaran de pensar como mediocres. Pero no, cuando tienen éxito, y para proteger la situación que tanto les ha costado alcanzar y que tan grande les queda, se vuelven despóticos, dan órdenes absurdas, caprichosas, injustas. ¿De quién se rodea un mediocre cuando está arriba? Obviamente no de personas que puedan hacerle sombra. Por eso en su corte celestial abundan los necios, los tontos útiles y, por supuesto, más mediocres. Otra de sus tácticas es, puesto que no pueden hacerse admirar, hacerse temer. Y bien que lo logran practicando el «divide y vencerás», la arbitrariedad y hasta la crueldad más refinada. Paradójicamente, y por fortuna, la vida a veces se toma sus curiosas revanchas. En el caso de Stalin, por ejemplo, era tal el pavor que inspiraba que, al final de sus días, la parca le tenía reservada una sorpresa. Una noche le sobrevino un ataque cerebrovascular. Durante casi cuarenta y ocho horas estuvo agonizando sobre sus propios orines y excrementos sin que nadie se atreviera a abrir su puerta. Cuando por fin lo hicieron, los médicos no querían tocarlo siquiera (meses atrás había mandado fusilar a su galeno de cabecera). Su agonía se alargó durante días. No podía hablar ni mover un músculo, pero sí ver la cara de satisfacción de sus herederos políticos rodeando su cama. Un fin a la medida de tan cruel mediocre.
La gran obra de los mediocres han sido los partidos políticos, que son asociaciones de mediocres perfectamente diseñadas para ejercer el poder, donde la unión interesada los más imbéciles y crueles se impone a la dispersión de los más listos y valiosos.
Es casi imposible encontrar en la Historia un personaje que reúna más rasgos y características del mediocre que Pedro Sánchez: inmoral, gris, cruel, rencoroso, insensible, ambicioso y dispuesto a todo, incluso a aplastar al mundo entero, con tal de prevalecer y seguir controlando el poder. Sin el apoyo de su partido y de los miles de mediocres que le sostienen, Pedro Sánchez sólo sería una persona vulgar y escasamente dotada para destacar. Pero insertado en una manada de mediocres vulgares, Sánchez se crece y será capaz hasta de disputarle el liderazgo a Stalin y a Hitler.
Francisco Rubiales
Una muy útil grisura que le permitió infiltrarse en las esferas dominantes hasta situarse, para asombro de todos, a la par de Lenin. Y crueldad para, primero, convertirse en imprescindible ocupándose del trabajo sucio y, más adelante, una vez alcanzado el poder, utilizándola como implacable arma política hasta hacer tristemente cierta esa otra frase suya que seguro conocen: «Una muerte es una tragedia, pero un millón de muertes es solo estadística». Siempre me han fascinado los mediocres. ¿Qué especial talento tienen para estar siempre en el lugar adecuado en el momento preciso? ¿Cómo consiguen alcanzar metas más elevadas que otras personas más inteligentes, más preparadas, más interesantes?
A diferencia de los brillantes, que inevitablemente levantan envidias y recelo, los mediocres vuelan bajo el radar y poco a poco procuran hacerse imprescindibles. Incansables pelotas, los mediocres son tenaces, y cuentan con otra poderosa arma, su propio resentimiento, motor tanto o más útil que el entusiasmo, el idealismo, la inteligencia incluso. Los mediocres no serían tan peligrosos si, una vez alcanzada su meta, dejaran de pensar como mediocres. Pero no, cuando tienen éxito, y para proteger la situación que tanto les ha costado alcanzar y que tan grande les queda, se vuelven despóticos, dan órdenes absurdas, caprichosas, injustas. ¿De quién se rodea un mediocre cuando está arriba? Obviamente no de personas que puedan hacerle sombra. Por eso en su corte celestial abundan los necios, los tontos útiles y, por supuesto, más mediocres. Otra de sus tácticas es, puesto que no pueden hacerse admirar, hacerse temer. Y bien que lo logran practicando el «divide y vencerás», la arbitrariedad y hasta la crueldad más refinada. Paradójicamente, y por fortuna, la vida a veces se toma sus curiosas revanchas. En el caso de Stalin, por ejemplo, era tal el pavor que inspiraba que, al final de sus días, la parca le tenía reservada una sorpresa. Una noche le sobrevino un ataque cerebrovascular. Durante casi cuarenta y ocho horas estuvo agonizando sobre sus propios orines y excrementos sin que nadie se atreviera a abrir su puerta. Cuando por fin lo hicieron, los médicos no querían tocarlo siquiera (meses atrás había mandado fusilar a su galeno de cabecera). Su agonía se alargó durante días. No podía hablar ni mover un músculo, pero sí ver la cara de satisfacción de sus herederos políticos rodeando su cama. Un fin a la medida de tan cruel mediocre.
La gran obra de los mediocres han sido los partidos políticos, que son asociaciones de mediocres perfectamente diseñadas para ejercer el poder, donde la unión interesada los más imbéciles y crueles se impone a la dispersión de los más listos y valiosos.
Es casi imposible encontrar en la Historia un personaje que reúna más rasgos y características del mediocre que Pedro Sánchez: inmoral, gris, cruel, rencoroso, insensible, ambicioso y dispuesto a todo, incluso a aplastar al mundo entero, con tal de prevalecer y seguir controlando el poder. Sin el apoyo de su partido y de los miles de mediocres que le sostienen, Pedro Sánchez sólo sería una persona vulgar y escasamente dotada para destacar. Pero insertado en una manada de mediocres vulgares, Sánchez se crece y será capaz hasta de disputarle el liderazgo a Stalin y a Hitler.
Francisco Rubiales