Felipe González se pasea hoy por España con un aura de prestigio maduro y de sensatez, pero la gente no debería olvidar que fue él quien abrió la caja de pandora del independentismo, pactando el perdón del ladrón Jordi Pujol, cuando robó en Banca Catalana. A partir de entonces, el catalanismo se transformó en soberanismo y éste en independentismo, llenando de odio, mentiras y división el territorio catalán, sin que los políticos españoles hicieran nada por impedirlo, una bajeza difícil de igualar.
Los socialistas de González y Guerra obtuvieron un apoyo abrumador en las urnas de 1982. Los españoles les votaron creyendo en las promesas de libertad y decencia hechas en la última etapa de Suárez, cuando la UCD saltaba por los aires por falta de credibilidad democrática y cohesión.
Pero aquellas promesas, como casi todas las que harian los políticos españoles en las décadas siguientes, resultaron ser falsas porque en lugar de democracia y libertad, el dúo de los sevillanos inyectó en España autoritarismo, altas dosis de leninismo, mentiras y corrupción. Felipe era el sumo sacerdote de aquel baño de socialismo, pero su lugarteniente, Alfonso Guerra, era el predicador ejecutor y el que lanzaba sin parar discursos a los descamisados, llenos de ácido corrosivo, con capacidad destructora suficiente para cambiar a España hasta el punto que no la reconocería ni la madre que la parió.
Los socialistas transitaron con rapidez desde la España de la "libertad sin ira", romántica, soñadora y con una fe suicida en la democracia, hasta la España de los descamisados que odiaban a los ricos, la España demagógica y falsa que condenaba el capitalismo, pero que se apropiaba de RUMASA y la repartía entre sus amiguetes, que proclamaba el pacifismo pero se adhería a La OTAN, que hablaba de ética pero abría las puertas a la corrupción, en la que los de arriba prosperaban más que los de abajo y uno se hacía rico en muy poco tiempo, según palabras del ministro Solchaga.
Alfonso Guerra no entendió nada de la democracia y lo embarró todo, construyendo los cimientos de la actual pocilga española, no tanto porque influyera mucho en la redacción de la Constitución, sino porque moldeó y popularizó una política basura repugnante, basada en principios más mafiosos que ejemplares, como aquellos de triste recuerdo: "Quien se mueva no sale en la foto", "En política vale todo", "al enemigo ni agua", Montesquieu ha muerto" y otros muchos, ninguno de ellos en apoyo de la igualdad, la fraternidad o la libertad, sino en la promoción de contravalores mezquinos. Hasta llegó a definir a Adolfo Suárez, probablemente el más decente y demócrata de los que han gobernado España desde Franco, como "Tahúr del Misisipi".
Toda aquella filosofía filibustera sirvió para que el PSOE, bajo la batuta de los dos sevillanos, ocupara la sociedad civil española y destruyera toda la organización ajena al "partido" y también para justificar la corrupción, el abuso y muchas de las actuales iniquidades de la política, compartidas por la derecha, ajenas por completo a una democracia de hombres y mujeres libres y decentes.
De aquellas tormentas antidemocráticas sembradas, las actuales tempestades que asolan España, desde la corrupción a las amenazas serias de ruptura, el endeudamiento, el despilfarro, el desempleo, la injusticia, la vigencia de un Estado gigante, plagado de políticos y enchufados, casi imposible de financiar, y el intenso empobrecimiento de las capas más débiles de la población.
Francisco Rubiales
Los socialistas de González y Guerra obtuvieron un apoyo abrumador en las urnas de 1982. Los españoles les votaron creyendo en las promesas de libertad y decencia hechas en la última etapa de Suárez, cuando la UCD saltaba por los aires por falta de credibilidad democrática y cohesión.
Pero aquellas promesas, como casi todas las que harian los políticos españoles en las décadas siguientes, resultaron ser falsas porque en lugar de democracia y libertad, el dúo de los sevillanos inyectó en España autoritarismo, altas dosis de leninismo, mentiras y corrupción. Felipe era el sumo sacerdote de aquel baño de socialismo, pero su lugarteniente, Alfonso Guerra, era el predicador ejecutor y el que lanzaba sin parar discursos a los descamisados, llenos de ácido corrosivo, con capacidad destructora suficiente para cambiar a España hasta el punto que no la reconocería ni la madre que la parió.
Los socialistas transitaron con rapidez desde la España de la "libertad sin ira", romántica, soñadora y con una fe suicida en la democracia, hasta la España de los descamisados que odiaban a los ricos, la España demagógica y falsa que condenaba el capitalismo, pero que se apropiaba de RUMASA y la repartía entre sus amiguetes, que proclamaba el pacifismo pero se adhería a La OTAN, que hablaba de ética pero abría las puertas a la corrupción, en la que los de arriba prosperaban más que los de abajo y uno se hacía rico en muy poco tiempo, según palabras del ministro Solchaga.
Alfonso Guerra no entendió nada de la democracia y lo embarró todo, construyendo los cimientos de la actual pocilga española, no tanto porque influyera mucho en la redacción de la Constitución, sino porque moldeó y popularizó una política basura repugnante, basada en principios más mafiosos que ejemplares, como aquellos de triste recuerdo: "Quien se mueva no sale en la foto", "En política vale todo", "al enemigo ni agua", Montesquieu ha muerto" y otros muchos, ninguno de ellos en apoyo de la igualdad, la fraternidad o la libertad, sino en la promoción de contravalores mezquinos. Hasta llegó a definir a Adolfo Suárez, probablemente el más decente y demócrata de los que han gobernado España desde Franco, como "Tahúr del Misisipi".
Toda aquella filosofía filibustera sirvió para que el PSOE, bajo la batuta de los dos sevillanos, ocupara la sociedad civil española y destruyera toda la organización ajena al "partido" y también para justificar la corrupción, el abuso y muchas de las actuales iniquidades de la política, compartidas por la derecha, ajenas por completo a una democracia de hombres y mujeres libres y decentes.
De aquellas tormentas antidemocráticas sembradas, las actuales tempestades que asolan España, desde la corrupción a las amenazas serias de ruptura, el endeudamiento, el despilfarro, el desempleo, la injusticia, la vigencia de un Estado gigante, plagado de políticos y enchufados, casi imposible de financiar, y el intenso empobrecimiento de las capas más débiles de la población.
Francisco Rubiales