Los españoles tenemos mucho que reprochar a los independentistas catalanes, entre otras cosas haber acercado España al borde de la ruptura y de la guerra civil y haber causado inquietud, miedo y vergüenza en la ciudadanía, pero también han provocado cambios que merecen ser resaltados, sobre todo haber abierto los ojos a la sociedad española, que ha descubierto que está siendo mal gobernada por una clase política corrompida, egoísta, codiciosa e indigna de tener en sus manos el timón de la nación.
La extrema peligrosidad del independentismo catalán ha abierto muchas incógnitas sin respuestas claras, entre ellas la de la utilidad y solvencia de unos partidos políticos y gobiernos que han conducido a España hasta el punto actual, al borde de la ruptura como nación, al borde de la ruina, envuelta en corrupción y con unos ciudadanos descontentos, que señalan a sus políticos en las encuestas como uno de los grandes dramas de la nación.
El verdadero desafío catalán no es impedir que se celebre el referéndum, sino lograr que el independentismo, que ya es mayoritario, se debilite y que los millones de catalanes que hoy odian a España se sientan a gusto formando parte de esta nación.
Como siempre ocurre en España, el grueso del mal procede de la clase política, que es la principal culpable de casi todas las desgracias del país, entre otras de la guerra civil de 1936, de la desigualdad, la injusticia, las matanzas entre hermanos y la marea de corrupción y abuso que nos envuelve.
Los políticos siguen dando bandazos y generando daños. El PP, después de contemplar con entusiasmo y hasta estimular bajo cuerda el boicot a los productos catalanes, pide ahora que se compren productos de esa región tan solo para obtener votos y porque su sueño secreto sigue siendo contar con el apoyo de la burguesía catalana que ha abrazado el independentismo. El PSOE, culpable, junto con el PP, de haber mimado a los traidores nacionalistas catalanes y de haberles permitido robar, sembrar odio y adoctrinar a toda una generación, a cambio de votos para mantenerse en el poder, coquetea con el independentismo, conducido por ese personaje rechoncho, extraño y situado en la frontera de todo que se llama Miquel Iceta.
La grave del drama catalán es que ningún partido políticos español tiene arrestos para afrontarlo en su verdadera dimensión y reconocer que ese problema no puede solucionarse con el empleo de la fuerza, ni con la aplicación de las leyes vigentes, sino con la única receta eficaz, que consiste en construir un país distinto y mejor que el actual, una España realmente democrática, justa, decente y atractiva, donde todos nos sintamos a gusto y de la que formar parte constituya un orgullo y un privilegio.
Sólo si existiera esa España deseada, tan ajena y lejana a la que los políticos nos han construido, los independentismos catalán, el vasco y el que crece en Baleares, Navarra, Valencia, Galicia y hasta en la españolísima Andalucía, empezaran a diluirse.
Los españoles, conscientes de que los políticos le conducen al desastre, han decidido, por su cuenta, ejercer influencia y poder por medio del boicot a las empresas y productos que han financiado y sostenido el independentismo, desarrollando así el capítulo más hermoso y democrático de toda esta tragedia. Ese boicot, triunfante porque ha obligado a las empresas a cambiar de rumbo y escapar del escenario rebelde catalán, quiere ahora ser reprimido y eliminado por el PP y el PSOE, dos partidos demasiado manchados de errores, oprobio y sin méritos ni altura moral para aportar recetas o soluciones en Cataluña.
El boicot es una de las pocas armas de poder que le quedan al ciudadano. Si la ciudadanía española descubriera toda la fuerza que posee ese arma, emprendería la misión heroica de cambiar el país boicoteando a los cobardes, los canallas y los corruptos. Del mismo modo que las empresas nacionalistas catalanas han huido y cambiado de rumbo cuando han sentido los efectos del boicot en sus riñones, los actuales partidos políticos españoles tendrían que transformarse o desaparecer si los ciudadanos les aplicaran la poderosa y cívica disciplina del boicot.
Sólo de ese modo habrá cierta esperanza para el futuro porque si algo es matemáticamente cierto es que las soluciones no pueden venir de los mismos que las han engendrado. Eso equivale a aplicar el principio universal de que el mal jamás podrá engendrar el bien.
Francisco Rubiales
La extrema peligrosidad del independentismo catalán ha abierto muchas incógnitas sin respuestas claras, entre ellas la de la utilidad y solvencia de unos partidos políticos y gobiernos que han conducido a España hasta el punto actual, al borde de la ruptura como nación, al borde de la ruina, envuelta en corrupción y con unos ciudadanos descontentos, que señalan a sus políticos en las encuestas como uno de los grandes dramas de la nación.
El verdadero desafío catalán no es impedir que se celebre el referéndum, sino lograr que el independentismo, que ya es mayoritario, se debilite y que los millones de catalanes que hoy odian a España se sientan a gusto formando parte de esta nación.
Como siempre ocurre en España, el grueso del mal procede de la clase política, que es la principal culpable de casi todas las desgracias del país, entre otras de la guerra civil de 1936, de la desigualdad, la injusticia, las matanzas entre hermanos y la marea de corrupción y abuso que nos envuelve.
Los políticos siguen dando bandazos y generando daños. El PP, después de contemplar con entusiasmo y hasta estimular bajo cuerda el boicot a los productos catalanes, pide ahora que se compren productos de esa región tan solo para obtener votos y porque su sueño secreto sigue siendo contar con el apoyo de la burguesía catalana que ha abrazado el independentismo. El PSOE, culpable, junto con el PP, de haber mimado a los traidores nacionalistas catalanes y de haberles permitido robar, sembrar odio y adoctrinar a toda una generación, a cambio de votos para mantenerse en el poder, coquetea con el independentismo, conducido por ese personaje rechoncho, extraño y situado en la frontera de todo que se llama Miquel Iceta.
La grave del drama catalán es que ningún partido políticos español tiene arrestos para afrontarlo en su verdadera dimensión y reconocer que ese problema no puede solucionarse con el empleo de la fuerza, ni con la aplicación de las leyes vigentes, sino con la única receta eficaz, que consiste en construir un país distinto y mejor que el actual, una España realmente democrática, justa, decente y atractiva, donde todos nos sintamos a gusto y de la que formar parte constituya un orgullo y un privilegio.
Sólo si existiera esa España deseada, tan ajena y lejana a la que los políticos nos han construido, los independentismos catalán, el vasco y el que crece en Baleares, Navarra, Valencia, Galicia y hasta en la españolísima Andalucía, empezaran a diluirse.
Los españoles, conscientes de que los políticos le conducen al desastre, han decidido, por su cuenta, ejercer influencia y poder por medio del boicot a las empresas y productos que han financiado y sostenido el independentismo, desarrollando así el capítulo más hermoso y democrático de toda esta tragedia. Ese boicot, triunfante porque ha obligado a las empresas a cambiar de rumbo y escapar del escenario rebelde catalán, quiere ahora ser reprimido y eliminado por el PP y el PSOE, dos partidos demasiado manchados de errores, oprobio y sin méritos ni altura moral para aportar recetas o soluciones en Cataluña.
El boicot es una de las pocas armas de poder que le quedan al ciudadano. Si la ciudadanía española descubriera toda la fuerza que posee ese arma, emprendería la misión heroica de cambiar el país boicoteando a los cobardes, los canallas y los corruptos. Del mismo modo que las empresas nacionalistas catalanas han huido y cambiado de rumbo cuando han sentido los efectos del boicot en sus riñones, los actuales partidos políticos españoles tendrían que transformarse o desaparecer si los ciudadanos les aplicaran la poderosa y cívica disciplina del boicot.
Sólo de ese modo habrá cierta esperanza para el futuro porque si algo es matemáticamente cierto es que las soluciones no pueden venir de los mismos que las han engendrado. Eso equivale a aplicar el principio universal de que el mal jamás podrá engendrar el bien.
Francisco Rubiales