La situación de España, en peligro real de hundirse en la ruina moral y económica y en riesgo evidente de romper sus lazos como nación, es tan grave que ya hay que decir la verdad: necesitamos una Constitución distinta, que permita al pueblo expulsar del poder y castigar a los responsables del desastre. La Constitución de 1978 es la que ha permitido el actual drama y la que impide que los culpables del desastre sean castigados.
Ha llegado la hora de hablar claro, de romper viejos tabues y de asumir con responsabilidad democrática que la vigente Constitución Española de 1978 es un "adefesio" injusto e insano que ha consagrado la desigualdad, dificulta la convivencia, blinda la partitocracia, impide que miles de delincuentes con poder sean encarcelados y cierra el paso a la verdadera democracia.
La actual Constitución española permite desmanes y abusos por decenas de carencias y grietas. Sin que la Constitución lo impida, el Estado puede llevarnos a una guerra como la de Irak, en contra de la inmensa mayoría de los ciudadanos, o negociar con ETA en contra de la voluntad popular, o cerrar un Estatuto de Cataluña que rompe la igualdad y la solidaridad, claramente rechazado por los ciudadanos. La Constitución permite también la corrupción que ha invadido el tejjido político y productivo de España e injusticias como que el Estado sea el peor pagador del país y arruine impunemente a miles de empresas privadas, a las que debe más de 32.000 millones de euros. A la carta magna, redactada cuando la sociedad española, después de una larga dictadura, estaba enamorada de los partidos políticos, le faltan defensas frente a los abusos de un poder que, amparado en que ha sido elegido en las urnas, puede actuar sin cortapisas y con casi plena impunidad.
Durante años, los políticos han alabado y mitificado una Constitución española de 1978 que les beneficiaba y les ha servido para convertirse en una casta privilegiada de nuevos amos, con poderes y fueros incompatibles con la verdadera democracia, similares a los que tuvieron en el pasado absolutista la nobleza y el clero. Los políticos han ocultado cuidadosamente que el adefesio constitucional es tan desequilibrado que nos ha llevado hasta donde hoy nos encontramos, hasta una dictadura de partidos políticos legalizada en las urnas, de la que emerge un gobierno sin controles ni frenos democráticos, que puede hacer lo que quiera casi con plena impunidad y que ha dado a luz un Estado monstruoso, insostenible, imposible de financiar sin tener que desplumar previamente a los ciudadanos con impuestos injustos, con una metástasis autoritaria y centrífuga incontenible, que genera privilegios e injusticias sin parar, que ha multiplicado por tres el número de sus funcionarios y enchufados en apenas un cuarto de siglo, compuesto por administraciones públicas poco competentes, enfermas de obesidad e infectadas de un sin fin de déficits democráticos y dramas éticos.
El adefesio del 78 ha logrado, en menos de tres décadas, que la democracia se desprestigie y ha llevado en volandas a los políticos españoles hasta el paraíso del poder incontrolado. También ha hecho posible que los partidos políticos se transformen en superestructuras de poder incontenibles, que se han apoderado del Estado y que, de hecho, subyugan a la ciudadanía. La sociedad civil independiente, contrapeso imprescindible en democracia, no existe en España porque ha sido ocupada y asfixiada por los partidos políticos. Tampoco subsisten otros controles y frenos ideados por las filósofos políticos del pasado para equilibrar el poder político, como son la separación de los tres poderes básicos del Estado (Judicial, Legislativo y Ejecutivo), todos ellos infiltrados, dominados y corrompidos por los partidos políticos españoles, como una prensa independiente y crítica, capaz de ejercer el imprescindible y saludable ejercicio de la vigilancia y fiscalización de los grandes poderes.
Otros dramas amparados por el texto del 78 son la marginación del ciudadano, que pierde su soberanía un instante después de depositar su voto en las urnas y no la recupera hasta cuatro años más tarde, cuando puede votar de nuevo, y la corrupción que infecta la vida política y social española, que permite, entre otros muchos dramas, la utilización de la ley para beneficiar a los amigos y para aplastar a los adversarios y el enriquecimiento injustificado y veloz de miles de políticos y cargos públicos.
La más contundente prueba de que la Constitución de 1978 es un adefesio inservible es que ha permitido que España llegue hasta donde hoy está sin que ningún político sea responsable del desastre ni tenga que pagar por ello. Con sus cárceles atiborradas de delincuentes, con miles de poderosos gozando de una práctica impunidad, con sus grandes valores destruidos, con la ciudadanía asustada, con la libertad coaccionada, con su prosperidad arruinada y con partidos extremistas pequeños, verdaderas maquinarias disgregadoras que apenas cuentan con un puñado de votos, imponiendo sus tesis y sus miserias a toda la nación, sólo porque unos políticos ambiciosos y sin freno democrático quieren el poder a toda costa, la Constitución no ha servido para frenar ni la injusticia, ni la más triste decadencia.
Esta España que se desmorona ya no es un país para cobardes, ni un sitio donde los tabues y las mentiras del poder puedan seguir aplastando la libertad de criterio y el buen juicio ciudadano.
Aunque sólo sea porque ha permitido que España haya arruinado su democracia y se haya convertido en el país líder europeo en desempleo, fracaso escolar, coches oficiales, prostitución, borracheras, aborto, consumo de drogas y crecimiento de la delincuencia, la Constitución de 1978 no nos sirve.
Ha llegado la hora de hablar claro, de romper viejos tabues y de asumir con responsabilidad democrática que la vigente Constitución Española de 1978 es un "adefesio" injusto e insano que ha consagrado la desigualdad, dificulta la convivencia, blinda la partitocracia, impide que miles de delincuentes con poder sean encarcelados y cierra el paso a la verdadera democracia.
La actual Constitución española permite desmanes y abusos por decenas de carencias y grietas. Sin que la Constitución lo impida, el Estado puede llevarnos a una guerra como la de Irak, en contra de la inmensa mayoría de los ciudadanos, o negociar con ETA en contra de la voluntad popular, o cerrar un Estatuto de Cataluña que rompe la igualdad y la solidaridad, claramente rechazado por los ciudadanos. La Constitución permite también la corrupción que ha invadido el tejjido político y productivo de España e injusticias como que el Estado sea el peor pagador del país y arruine impunemente a miles de empresas privadas, a las que debe más de 32.000 millones de euros. A la carta magna, redactada cuando la sociedad española, después de una larga dictadura, estaba enamorada de los partidos políticos, le faltan defensas frente a los abusos de un poder que, amparado en que ha sido elegido en las urnas, puede actuar sin cortapisas y con casi plena impunidad.
Durante años, los políticos han alabado y mitificado una Constitución española de 1978 que les beneficiaba y les ha servido para convertirse en una casta privilegiada de nuevos amos, con poderes y fueros incompatibles con la verdadera democracia, similares a los que tuvieron en el pasado absolutista la nobleza y el clero. Los políticos han ocultado cuidadosamente que el adefesio constitucional es tan desequilibrado que nos ha llevado hasta donde hoy nos encontramos, hasta una dictadura de partidos políticos legalizada en las urnas, de la que emerge un gobierno sin controles ni frenos democráticos, que puede hacer lo que quiera casi con plena impunidad y que ha dado a luz un Estado monstruoso, insostenible, imposible de financiar sin tener que desplumar previamente a los ciudadanos con impuestos injustos, con una metástasis autoritaria y centrífuga incontenible, que genera privilegios e injusticias sin parar, que ha multiplicado por tres el número de sus funcionarios y enchufados en apenas un cuarto de siglo, compuesto por administraciones públicas poco competentes, enfermas de obesidad e infectadas de un sin fin de déficits democráticos y dramas éticos.
El adefesio del 78 ha logrado, en menos de tres décadas, que la democracia se desprestigie y ha llevado en volandas a los políticos españoles hasta el paraíso del poder incontrolado. También ha hecho posible que los partidos políticos se transformen en superestructuras de poder incontenibles, que se han apoderado del Estado y que, de hecho, subyugan a la ciudadanía. La sociedad civil independiente, contrapeso imprescindible en democracia, no existe en España porque ha sido ocupada y asfixiada por los partidos políticos. Tampoco subsisten otros controles y frenos ideados por las filósofos políticos del pasado para equilibrar el poder político, como son la separación de los tres poderes básicos del Estado (Judicial, Legislativo y Ejecutivo), todos ellos infiltrados, dominados y corrompidos por los partidos políticos españoles, como una prensa independiente y crítica, capaz de ejercer el imprescindible y saludable ejercicio de la vigilancia y fiscalización de los grandes poderes.
Otros dramas amparados por el texto del 78 son la marginación del ciudadano, que pierde su soberanía un instante después de depositar su voto en las urnas y no la recupera hasta cuatro años más tarde, cuando puede votar de nuevo, y la corrupción que infecta la vida política y social española, que permite, entre otros muchos dramas, la utilización de la ley para beneficiar a los amigos y para aplastar a los adversarios y el enriquecimiento injustificado y veloz de miles de políticos y cargos públicos.
La más contundente prueba de que la Constitución de 1978 es un adefesio inservible es que ha permitido que España llegue hasta donde hoy está sin que ningún político sea responsable del desastre ni tenga que pagar por ello. Con sus cárceles atiborradas de delincuentes, con miles de poderosos gozando de una práctica impunidad, con sus grandes valores destruidos, con la ciudadanía asustada, con la libertad coaccionada, con su prosperidad arruinada y con partidos extremistas pequeños, verdaderas maquinarias disgregadoras que apenas cuentan con un puñado de votos, imponiendo sus tesis y sus miserias a toda la nación, sólo porque unos políticos ambiciosos y sin freno democrático quieren el poder a toda costa, la Constitución no ha servido para frenar ni la injusticia, ni la más triste decadencia.
Esta España que se desmorona ya no es un país para cobardes, ni un sitio donde los tabues y las mentiras del poder puedan seguir aplastando la libertad de criterio y el buen juicio ciudadano.
Aunque sólo sea porque ha permitido que España haya arruinado su democracia y se haya convertido en el país líder europeo en desempleo, fracaso escolar, coches oficiales, prostitución, borracheras, aborto, consumo de drogas y crecimiento de la delincuencia, la Constitución de 1978 no nos sirve.