La mayor amenaza que aporta el Estatuto recién aprobado por el Parlamento de Cataluña no es que pretenda romper la unidad de España, ni siquiera que traiga consigo la ruptura de valores y conceptos propios de las naciones como la igualdad de todos, la fraternidad y la solidaridad entre regiones pobres y ricas, sino que ya ha causado efectos negativos en la concordia nacional y que, pase lo que pase, va a cambiar drásticamente el concepto de convivencia y los comportamientos de una muchedumbre de ciudadanos españoles.
Es probable que Cataluña no haya medido en su plenitud el alcance de su atrevida jugada. Si los catalanes, por boca de sus líderes políticos, afirman que “Cataluña ha agotado su margen de generosidad con las Españas”, deben haber aceptado también el riesgo de que los andaluces, castellanos, extremeños, valencianos, madrileños y habitantes de otras comunidades decidan también haber agotado su margen de generosidad con Cataluña y que, a partir de ahora, comiencen a leer las etiquetas de los productos que consumen, a indagar dónde se han fabricado los equipos que compran, a averiguar dónde se instalan las empresas multinacionales que llegan a España y a mirar dónde tiene su sede la institución financiera en la que depositan sus ahorros o pagan sus hipotecas.
Esa reacción indeseable, que si ocurriera debería entenderse como una respuesta ciudadana a la aparente falta de autoridad y firmeza ante el desafío nacionalista catalán del gobierno que preside José Luis Rodríguez Zapatero, es la que realmente pondría en peligro el futuro de un Estado que, hasta ahora, como cualquier otro Estado moderno y avanzado, se basaba en la vigencia de criterios tan elementales y universales como la libertad, la igualdad y la fraternidad, lógicos cuando los ciudadanos se consideran parte de un mismo pueblo unido.
Es posible que los ciudadanos empiecen a pensar que, a partir de ahora, ser patriota en la España actual consista en suplir las carencias de la política oficial y en demostrar al insolidario lo que puede perder si persiste en su actitud. Es bastante probable que el andaluz, el extremeño o el madrileño, que hasta hoy adquiría productos españoles y utilizaba sin recelos ni cautelas los servicios que se les ofrecían las empresas, cambie de comportamiento y se dedique a comprar productos locales, pague servicios de empresas locales o de probada solidaridad y confíe sus ahorros a las cajas de ahorro de su propia región.
Algo de esto deben temer los políticos catalanes cuando han decidido lanzar campañas de publicidad en todo el país para explicar las razones de su Estatuto y cuando Artur Mas, líder de Convergencia i Unió, un partido que, en lo que se refiere al Estatuto, se ha esforzado en aparecer como más nacionalista y duro que la propia ERC de Carod Rovira, declarara que “Ahora reclamamos que España no nos de la espalda”.
Tal vez la pretensión de Mas sea ilusoria si, como nos tememos, los ciudadanos españoles, desencantados del liderazgo político y sin confianza en sus dirigentes, empieza actuar por su cuenta, tras decidir con madurez que “la política es algo demasiado importante para dejarla en manos de los políticos”.
Los catalanes, aunque no lo entiendan, ni lo acepten, acaban de resquebrajar con su Estatuto principios como la igualdad y la fraternidad, que forman parte de la esencia del Estado Nación moderno. Antes, al marginar, laboral y civilmente, a los que no hablaban la lengua catalana, ya había herido el no menos vital principio de la libertad, con lo que han atacado frontalmente los tres valores consagrados en la Revolución Francesa (Libertad, Igualdad, Fraternidad), claves en la convivencia democrática moderna.
Ahora, sin lamentos ni victimismo, deberán afrontar las consecuencias.
Es probable que Cataluña no haya medido en su plenitud el alcance de su atrevida jugada. Si los catalanes, por boca de sus líderes políticos, afirman que “Cataluña ha agotado su margen de generosidad con las Españas”, deben haber aceptado también el riesgo de que los andaluces, castellanos, extremeños, valencianos, madrileños y habitantes de otras comunidades decidan también haber agotado su margen de generosidad con Cataluña y que, a partir de ahora, comiencen a leer las etiquetas de los productos que consumen, a indagar dónde se han fabricado los equipos que compran, a averiguar dónde se instalan las empresas multinacionales que llegan a España y a mirar dónde tiene su sede la institución financiera en la que depositan sus ahorros o pagan sus hipotecas.
Esa reacción indeseable, que si ocurriera debería entenderse como una respuesta ciudadana a la aparente falta de autoridad y firmeza ante el desafío nacionalista catalán del gobierno que preside José Luis Rodríguez Zapatero, es la que realmente pondría en peligro el futuro de un Estado que, hasta ahora, como cualquier otro Estado moderno y avanzado, se basaba en la vigencia de criterios tan elementales y universales como la libertad, la igualdad y la fraternidad, lógicos cuando los ciudadanos se consideran parte de un mismo pueblo unido.
Es posible que los ciudadanos empiecen a pensar que, a partir de ahora, ser patriota en la España actual consista en suplir las carencias de la política oficial y en demostrar al insolidario lo que puede perder si persiste en su actitud. Es bastante probable que el andaluz, el extremeño o el madrileño, que hasta hoy adquiría productos españoles y utilizaba sin recelos ni cautelas los servicios que se les ofrecían las empresas, cambie de comportamiento y se dedique a comprar productos locales, pague servicios de empresas locales o de probada solidaridad y confíe sus ahorros a las cajas de ahorro de su propia región.
Algo de esto deben temer los políticos catalanes cuando han decidido lanzar campañas de publicidad en todo el país para explicar las razones de su Estatuto y cuando Artur Mas, líder de Convergencia i Unió, un partido que, en lo que se refiere al Estatuto, se ha esforzado en aparecer como más nacionalista y duro que la propia ERC de Carod Rovira, declarara que “Ahora reclamamos que España no nos de la espalda”.
Tal vez la pretensión de Mas sea ilusoria si, como nos tememos, los ciudadanos españoles, desencantados del liderazgo político y sin confianza en sus dirigentes, empieza actuar por su cuenta, tras decidir con madurez que “la política es algo demasiado importante para dejarla en manos de los políticos”.
Los catalanes, aunque no lo entiendan, ni lo acepten, acaban de resquebrajar con su Estatuto principios como la igualdad y la fraternidad, que forman parte de la esencia del Estado Nación moderno. Antes, al marginar, laboral y civilmente, a los que no hablaban la lengua catalana, ya había herido el no menos vital principio de la libertad, con lo que han atacado frontalmente los tres valores consagrados en la Revolución Francesa (Libertad, Igualdad, Fraternidad), claves en la convivencia democrática moderna.
Ahora, sin lamentos ni victimismo, deberán afrontar las consecuencias.