La vida nos sigue demostrando y enseñando un día sí y otro también que, por mucho empeño que pongamos en hacer las cosas mejor que bien, estupendamente, éstas, muchas veces, inopinada, irremediable e irreparablemente, resultan o salen mal (incluso, en ocasiones, al revés de lo deseado, esperado y/o pensado).
Coincido, grosso modo, con todos los que me han precedido a la hora de afirmar que “errar es humano”. Sin embargo, discrepo con quienes, a renglón seguido, gustan iterar otra idea igualmente manida, que “rectificar es de sabios”. No; rotundamente no. A menos que queramos rebajar y hasta privar al concepto en cuestión, “sabio”, de su verdadera acepción, reconocer nuestros errores y enmendar nuestros fallos cuanto antes es, asimismo, de humanos.
Apoyo a quienes reivindican su derecho a equivocarse con tal de que cumplan, eso sí, a rajatabla, esta íngrima conditio sine qua non, que antes se hayan (auto)impuesto la obligación de acertar. Porque, aunque parezca mentira, abunda el equivocado a sabiendas.
Procurando homenajear al genio con ingenio que, además de la poliédrica “Rayuela”, tramó y trenzó, entre otras (que callo), esa lacónica pieza magistral que es el cuento titulado “Continuidad a través de los parques”, al menda lerenda le peta y apetece airear al momento, en las cuatro esquinas, a los cuatro vientos, que don Julio es un hacedor con ángel (y aun con ángeles) entre los hombres; hasta que una decencia de demente le obliga a que se tenga que comer sin pelar ni pulir la frase, a que la vomite y a que deba admitir, sin ambages, que, tal vez, lo que ocurre es que Cortázar es un hombre hecho y derecho entre los ángeles, quiero decir una realidad palmaria, inconcusa, apodíctica, en medio de ese mosaico repleto de deseos y/o ficciones que conformamos todos nosotros, simples teselas.
Julio Cortázar en la novela corta o relato largo que tituló “El perseguidor” (Johnny Carter, trasunto del autor –repárese en las iniciales de sus nombres y apellidos-, un saxofonista vicioso y bohemio, logra hallar en su virtuosismo “jazzístico” la razón que da sentido a su vida), criticando a los médicos de Camarillo, vierte una de las críticas más aceradas y poéticas contra los soberbios, presuntuosos o jactanciosos, o sea, los sabios que, en puridad, no lo son: “Algunos eran modestos y no se creían infalibles. Pero hasta el más modesto se sentía seguro. Eso era lo que me crispaba, Bruno, que se sintieran seguros. Seguros de qué, dime un poco, cuando yo, un pobre diablo con más pestes que el demonio debajo de la piel, tenía bastante conciencia para sentir que todo era como una jalea, que todo temblaba alrededor, que no había más que fijarse un poco, sentirse un poco, callarse un poco, para descubrir los agujeros. En la puerta, en la cama: agujeros. En la mano, en el diario, en el tiempo, en el aire: todo lleno de agujeros, todo esponja, todo como un colador colándose a sí mismo…”.
Ángel Sáez García
Coincido, grosso modo, con todos los que me han precedido a la hora de afirmar que “errar es humano”. Sin embargo, discrepo con quienes, a renglón seguido, gustan iterar otra idea igualmente manida, que “rectificar es de sabios”. No; rotundamente no. A menos que queramos rebajar y hasta privar al concepto en cuestión, “sabio”, de su verdadera acepción, reconocer nuestros errores y enmendar nuestros fallos cuanto antes es, asimismo, de humanos.
Apoyo a quienes reivindican su derecho a equivocarse con tal de que cumplan, eso sí, a rajatabla, esta íngrima conditio sine qua non, que antes se hayan (auto)impuesto la obligación de acertar. Porque, aunque parezca mentira, abunda el equivocado a sabiendas.
Procurando homenajear al genio con ingenio que, además de la poliédrica “Rayuela”, tramó y trenzó, entre otras (que callo), esa lacónica pieza magistral que es el cuento titulado “Continuidad a través de los parques”, al menda lerenda le peta y apetece airear al momento, en las cuatro esquinas, a los cuatro vientos, que don Julio es un hacedor con ángel (y aun con ángeles) entre los hombres; hasta que una decencia de demente le obliga a que se tenga que comer sin pelar ni pulir la frase, a que la vomite y a que deba admitir, sin ambages, que, tal vez, lo que ocurre es que Cortázar es un hombre hecho y derecho entre los ángeles, quiero decir una realidad palmaria, inconcusa, apodíctica, en medio de ese mosaico repleto de deseos y/o ficciones que conformamos todos nosotros, simples teselas.
Julio Cortázar en la novela corta o relato largo que tituló “El perseguidor” (Johnny Carter, trasunto del autor –repárese en las iniciales de sus nombres y apellidos-, un saxofonista vicioso y bohemio, logra hallar en su virtuosismo “jazzístico” la razón que da sentido a su vida), criticando a los médicos de Camarillo, vierte una de las críticas más aceradas y poéticas contra los soberbios, presuntuosos o jactanciosos, o sea, los sabios que, en puridad, no lo son: “Algunos eran modestos y no se creían infalibles. Pero hasta el más modesto se sentía seguro. Eso era lo que me crispaba, Bruno, que se sintieran seguros. Seguros de qué, dime un poco, cuando yo, un pobre diablo con más pestes que el demonio debajo de la piel, tenía bastante conciencia para sentir que todo era como una jalea, que todo temblaba alrededor, que no había más que fijarse un poco, sentirse un poco, callarse un poco, para descubrir los agujeros. En la puerta, en la cama: agujeros. En la mano, en el diario, en el tiempo, en el aire: todo lleno de agujeros, todo esponja, todo como un colador colándose a sí mismo…”.
Ángel Sáez García