Colaboraciones

EL SILENCIO DE DIOS





Las noticias de la semana pasada se han sucedido imparables. El terremoto, con epicentro bajo la capital haitiana de Puerto Príncipe, es el peor que se conoce sobre el país más pobre de América: miles y miles de muertos imposible de contabilizar; mujeres, hombres y niños buscando a sus muertos; personal de expertos y perros amaestrados aplicando el oído y el olfato para localizar supervivientes; mujeres con trozos de sábanas y mantas para cubrir a sus difuntos; zapatos y brazos atrapados entre trozos de cemento como únicos SOS; aviones que llegan de todo el mundo aterrizando a ojo; médicos y enfermeras de todos los países llegan como una gran procesionaria para aliviar el dolor; carreras vertiginosas para conseguir llegar a las víctimas antes que la guadaña; la ayuda cada vez más lenta y compleja; la peste a punto de caer sobre la población superviviente; bullicios, falta de alimento, carencia de agua, ausencia de descanso; la desesperación y la inseguridad a punto de estallar; disparos y saqueos de la multitud desesperada; aviones cargados de alimentos y medicinas, que no pueden organizar el reparto; millones de dólares que no encuentran su objetivo; barricadas con cadáveres; el caos. La gente mira al cielo buscando a Dios.

Cuando estudiábamos en Sevilla, en la década de los 50, pusieron en escena una obra titulada “Esperando a Godot” de Samuel Becket (1952). Los personajes esperaban, para arreglar el mundo, a un ser supremo del que nada se sabía. Pero no había un signo, ni una señal, ni una voz... Mientras tanto, ellos hablaban y trataban de entretenerse con inquietantes personajes e incluso proyectaban suicidarse. Se revelaba su mísera condición, su vacío, su falta de horizontes. La obra iba dejando en el ambiente una angustiosa serie de interrogantes sobre el sentido de la vida y la necesidad de esperar. No llegó nadie, pero produjo un fuerte impacto en el público. Se estrenaba el “Teatro del Absurdo”, teñido del humor negro de los pensadores existencialistas contemporáneos.

Agustín de Hipona también se enfrentó a Dios por la presencia del mal en el mundo. Y, después de muchos razonamientos filosóficos, concluyó que “si Dios, con ser Dios, no era capaz de sacar un bien mayor que el mal que permite, no sería Dios.” Evidentemente, el mal en el mundo es uno de los problemas que más ha atormentado a filósofos y pensadores. Y nosotros mismos, ante el mal que cada día cae sobre nuestro planeta, nos preguntamos si es necesario tanto sufrimiento. Sin embargo, el proyecto de la realización del mundo con unos seres libres capaces de encontrar el bien, parece que exige la presencia del mal con la misma regla de medir.

Treinta y seis miembros de la ONU han muerto en Puerto Príncipe, pero todos los países de la Organización se han volcado para prestar ayuda y rehabilitar al país más pobre de América. Obama ha prometido el rescate de Haití como la prioridad máxima de su mandato. Los países limítrofes rivales de Haití, con una grandeza de ánimo sorprendente, están entregando sus colchones y alimentos para que los haitianos puedan resurgir de sus escombros. Países tachados de materialistas, como Vietnam, han sido los primeros en acudir. Cuba ha prestado sus aeropuertos para agilizar la ayuda. El mundo entero del siglo XXI se ha volcado con Puerto Príncipe hasta el punto de no poder organizar la avalancha de voluntarios que llega. Y siguen apareciendo personas vivas entre los muertos como auténticos prodigios. Y una madre embarazada aparece después de setenta y dos horas de sepultura sin daño de ninguno de los dos. Y niños que sonríen al ser abrazados de nuevo por sus madres después de cuatro días de ausencia. Uno piensa que el Dios del amor sigue concediendo la libertad al hombre y hablando en silencio.

JUAN LEIVA

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Viernes, 22 de Enero 2010
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