Nicolas Sarkozy, candidato conservador al Elíseo, sigue siendo el favorito en intención de voto para la primera vuelta a las elecciones presidenciales francesas. La socialista Ségolène Royal, continúa la segunda en los sondeos; ambos acortan mucho las distancias. Sarkozy se presenta como «dique» contra lo «peor». «Quiero, dijo, una sociedad tolerante; mi Francia no es la de Le Pen, porque mi Francia no es una raza, no es una etnia, ni la exclusión, ni el desprecio hacia el otro».
El candidato conservador, Sarkozy, da un golpe de fuerza ante 30.000 enfervorizados militantes en París. Abrió el mitin, el filósofo André Gluksmann, uno de los ideólogos izquierdistas de la revuelta libertaria, que, en apoyo del candidato de la derecha, centró, con su peso simbólico, el análisis de las funestas consecuencias de Mayo del 68, «que destruyó las jerarquías y la diferencia entre el bien y el mal». Tras ello, Sarkozy, pisando fuerte, entró de frente y, en enérgico discurso, reclamó a Francia que entierre la herencia ideológica que impuso «el relativismo moral e intelectual» de aquel Mayo pretérito. Enarbolando el concepto acuñado por el Papa Benedicto XVI, espetó: «Desde entonces se nos impidió hablar de la moral, que desapareció del vocabulario político, ahora, décadas después, la moral ha vuelto al corazón de una campaña presidencial». Sarkozy, con 11,5 millones de votos, se considera «el candidato del pueblo francés», frente «las élites parisienses del pensamiento único». Crecido y, con una vehemencia imperiosa, pronosticó que «faltan ocho días para construir el país más próspero del mundo», fiel a su eslogan de «juntos todo es posible».
Ante figuras políticas próximas y firmes en sus estructuras éticas y políticas, que enarbolan orgullosas su patriotismo abierto, sin recovecos ni renuncias humillantes y su historia aceptada en toda su realidad con sentido de grandeza y reconocimiento constructivo de su entidad nacional, uno se siente movido por un añorante incentivo. No rompen ni denigran lo suyo, lo ensalzan; no crispan ni dividen, sosiegan e integran; no tergiversan ni confunden, asientan y reafirman con pasión sus tradiciones e historia; no ocultan sus errores ni desoyen al ciudadano, los reconocen y lo atienden y respetan; no disminuyen ni desmerecen a su nación, la engrandecen y la encumbran a los altos niveles internos y externos. En fin, hacen una política de grandes miras y no de miopías y contrapuntos.
Aquí, se olvida la patria, se reniega y tergiversa la historia, se desprecia nuestra lengua, y se intenta, con insolencia, retrotraer los enfrentamientos de las dos españas; se machaquea con la piqueta del enfrentamiento, el abismo obsoleto de buenos y malos. Faltos de miras y ayunos de cordura, no dejan dormir suavemente la bonanza de la concordia, firmada con el abrazo de la Transición y no cejan en su empeño de vulnerar el acuerdo y el consenso de zanjar la guerra civil sin revancha.
España precisa el rearme moral e intelectual que la acorace e impulse a vivir al abrigo de sus sagradas tradiciones, a caminar bajo su historia sin concesiones, salvo en el cuidado de no caer en sus equivocaciones, y abrazar con entusiasmo el futuro para llevarla hacia las cotas de honor nacional e internacional.
Camilo Valverde Mudarra
El candidato conservador, Sarkozy, da un golpe de fuerza ante 30.000 enfervorizados militantes en París. Abrió el mitin, el filósofo André Gluksmann, uno de los ideólogos izquierdistas de la revuelta libertaria, que, en apoyo del candidato de la derecha, centró, con su peso simbólico, el análisis de las funestas consecuencias de Mayo del 68, «que destruyó las jerarquías y la diferencia entre el bien y el mal». Tras ello, Sarkozy, pisando fuerte, entró de frente y, en enérgico discurso, reclamó a Francia que entierre la herencia ideológica que impuso «el relativismo moral e intelectual» de aquel Mayo pretérito. Enarbolando el concepto acuñado por el Papa Benedicto XVI, espetó: «Desde entonces se nos impidió hablar de la moral, que desapareció del vocabulario político, ahora, décadas después, la moral ha vuelto al corazón de una campaña presidencial». Sarkozy, con 11,5 millones de votos, se considera «el candidato del pueblo francés», frente «las élites parisienses del pensamiento único». Crecido y, con una vehemencia imperiosa, pronosticó que «faltan ocho días para construir el país más próspero del mundo», fiel a su eslogan de «juntos todo es posible».
Ante figuras políticas próximas y firmes en sus estructuras éticas y políticas, que enarbolan orgullosas su patriotismo abierto, sin recovecos ni renuncias humillantes y su historia aceptada en toda su realidad con sentido de grandeza y reconocimiento constructivo de su entidad nacional, uno se siente movido por un añorante incentivo. No rompen ni denigran lo suyo, lo ensalzan; no crispan ni dividen, sosiegan e integran; no tergiversan ni confunden, asientan y reafirman con pasión sus tradiciones e historia; no ocultan sus errores ni desoyen al ciudadano, los reconocen y lo atienden y respetan; no disminuyen ni desmerecen a su nación, la engrandecen y la encumbran a los altos niveles internos y externos. En fin, hacen una política de grandes miras y no de miopías y contrapuntos.
Aquí, se olvida la patria, se reniega y tergiversa la historia, se desprecia nuestra lengua, y se intenta, con insolencia, retrotraer los enfrentamientos de las dos españas; se machaquea con la piqueta del enfrentamiento, el abismo obsoleto de buenos y malos. Faltos de miras y ayunos de cordura, no dejan dormir suavemente la bonanza de la concordia, firmada con el abrazo de la Transición y no cejan en su empeño de vulnerar el acuerdo y el consenso de zanjar la guerra civil sin revancha.
España precisa el rearme moral e intelectual que la acorace e impulse a vivir al abrigo de sus sagradas tradiciones, a caminar bajo su historia sin concesiones, salvo en el cuidado de no caer en sus equivocaciones, y abrazar con entusiasmo el futuro para llevarla hacia las cotas de honor nacional e internacional.
Camilo Valverde Mudarra