La institución fundada por San Vicente de Paúl, en Paris, en 1633, ha recibido el Premio Príncipe de Asturias de la Concordia 2005, por su meritoria labor, en 93 países de los cinco continentes, a favor de los desfavorecidos y los marginados de los bienes de esta tierra y de las oportunidades de vivir en justicia dignamente. El término concordia significa: Fraternidad, conformidad, unidad, cordialidad, aspectos que definen su trabajo de amar y hermanar al prójimo en la conformidad y desarrollo de los talentos recibidos con la unión que sustenta la ayuda impartida con amor y para la paz.
Extraña en este ambiente de hedonismo y laicismo, que se le haya concedido el galardón a un instituto religioso, algo tan denigrado y en desuso hoy; es muestra de la Infinita Providencia que vela por sus hijos; en este caso, por las “Hijas de la Caridad”, bellísimo nombre, con que se designan, pues ya San Juan en su primera carta dice: “Deus Charitas est”. Dios es la Caridad con mayúscula; por esencia, es el Amor; y amor ha de ser la característica intrínseca del cristiano. El distintivo del discípulo de Jesucristo es el amor al prójimo; así, dice en el discurso de la última cena: “Un mandamiento nuevo os doy, que os améis los unos a los otros, como yo os he amado, en esto conocerán que sois mis discípulos: en que os amáis unos a otros” (Jn 13,34). Y es que Jesús, el Siervo Sufriente de Isaías, ha sido entregado, por amor, al sacrificio de la cruz. Es la oblación que redime, purifica y nos hace hijos del Padre. Cristo se encuentra en el rostro de los afligidos; y el amor y la fraternidad con el que sufre es la justificación más hermosa del cristianismo.
La caridad no admite la suplantación por actuales eufemismos y vacuos sucedáneos como “solidaridad” o por la antigua y algo hipocritona beneficencia, que es otra cosa, no amor, escape y tapadera, muchas veces, de enjuagues y lucros. La caridad auténtica está explicada por San Pablo en su Himno al amor (1 Cor 13,1), preciosa página de extraordinario valor literario y teológico: … “Si no tengo caridad, nada soy… La caridad es paciente, servicial, no envidiosa; no se pavonea, no busca el propio interés, olvida las ofensas y perdona siempre; no se alegra de la injusticia y busca la verdad. La caridad todo lo disculpa; todo lo cree; todo lo espera, todo lo tolera”.
El que ama es de Dios. Dios está en el rostro del prójimo sufriente. La caridad estricta y real se vuelca con el moribundo en la cuneta, como el buen samaritano, porque Jesucristo se halla en el herido, el desechado, el hambriento, el desnudo, el enfermo…; y es que, añade San Juan, “si no se ama al prójimo, a quien vemos, es imposible amar a Dios, a quien no vemos”.
San Vicente de Paul sabía que toda la enseñanza de Jesucristo se resume en el amor. Por ello, orientó toda la labor al servicio de los pobres y necesitados, hacia los hospitales, las escuelas, las prisiones. Así les escribía: “Tú eres la pobre sierva de los pobres, la sierva de la caridad, siempre sonriente y de buen humor; ellos son tus amos. Únicamente por tu amor, sólo por tu amor, te perdonarán los pobres el pan que les des”.
El inmenso amor de Jesucristo anima y sostiene su esfuerzo diario contra el dolor desgarrador que consume al hombre. Esta cara de la Iglesia, caricaturizada como antigualla oscurantista y ridiculizada en vicios aireados por ciertos medios “intelectuales”, es la realidad evangélica que viven innumerables sacerdotes, misioneros y cristianos, santos anónimos, que palian gran parte de la pobreza de este mundo, sin pavoneo ni engreimiento; pero, sufriendo con el que sufre.
Camilo Valverde Mudarra
Extraña en este ambiente de hedonismo y laicismo, que se le haya concedido el galardón a un instituto religioso, algo tan denigrado y en desuso hoy; es muestra de la Infinita Providencia que vela por sus hijos; en este caso, por las “Hijas de la Caridad”, bellísimo nombre, con que se designan, pues ya San Juan en su primera carta dice: “Deus Charitas est”. Dios es la Caridad con mayúscula; por esencia, es el Amor; y amor ha de ser la característica intrínseca del cristiano. El distintivo del discípulo de Jesucristo es el amor al prójimo; así, dice en el discurso de la última cena: “Un mandamiento nuevo os doy, que os améis los unos a los otros, como yo os he amado, en esto conocerán que sois mis discípulos: en que os amáis unos a otros” (Jn 13,34). Y es que Jesús, el Siervo Sufriente de Isaías, ha sido entregado, por amor, al sacrificio de la cruz. Es la oblación que redime, purifica y nos hace hijos del Padre. Cristo se encuentra en el rostro de los afligidos; y el amor y la fraternidad con el que sufre es la justificación más hermosa del cristianismo.
La caridad no admite la suplantación por actuales eufemismos y vacuos sucedáneos como “solidaridad” o por la antigua y algo hipocritona beneficencia, que es otra cosa, no amor, escape y tapadera, muchas veces, de enjuagues y lucros. La caridad auténtica está explicada por San Pablo en su Himno al amor (1 Cor 13,1), preciosa página de extraordinario valor literario y teológico: … “Si no tengo caridad, nada soy… La caridad es paciente, servicial, no envidiosa; no se pavonea, no busca el propio interés, olvida las ofensas y perdona siempre; no se alegra de la injusticia y busca la verdad. La caridad todo lo disculpa; todo lo cree; todo lo espera, todo lo tolera”.
El que ama es de Dios. Dios está en el rostro del prójimo sufriente. La caridad estricta y real se vuelca con el moribundo en la cuneta, como el buen samaritano, porque Jesucristo se halla en el herido, el desechado, el hambriento, el desnudo, el enfermo…; y es que, añade San Juan, “si no se ama al prójimo, a quien vemos, es imposible amar a Dios, a quien no vemos”.
San Vicente de Paul sabía que toda la enseñanza de Jesucristo se resume en el amor. Por ello, orientó toda la labor al servicio de los pobres y necesitados, hacia los hospitales, las escuelas, las prisiones. Así les escribía: “Tú eres la pobre sierva de los pobres, la sierva de la caridad, siempre sonriente y de buen humor; ellos son tus amos. Únicamente por tu amor, sólo por tu amor, te perdonarán los pobres el pan que les des”.
El inmenso amor de Jesucristo anima y sostiene su esfuerzo diario contra el dolor desgarrador que consume al hombre. Esta cara de la Iglesia, caricaturizada como antigualla oscurantista y ridiculizada en vicios aireados por ciertos medios “intelectuales”, es la realidad evangélica que viven innumerables sacerdotes, misioneros y cristianos, santos anónimos, que palian gran parte de la pobreza de este mundo, sin pavoneo ni engreimiento; pero, sufriendo con el que sufre.
Camilo Valverde Mudarra