Un país como Cataluña, que vende cada año en España 23.000 millones de pesetas (156 millones de euros) más de lo que compra, no puede permitirse el lujo de perder ese cliente. Si lo hace, es porque ha permitido que triunfe la idiotez y que la locura se imponga al sentido común.
Negarse, como han hecho los políticos catalanes, a compartir la renta y el agua con el mejor cliente es, en términos económicos y en un mundo globalizado y competitivo, una evidente locura.
¿Qué ha ocurrido en Cataluña para que se tire por la borda el viejo “sentido común” y para que la soberbia de los políticos se imponga a la ancestral cordura del tendero y a los intereses del mundo emprendedor?
La única explicación lógica es que el nacionalismo extremo ha dañado los sentidos, ha atontado a la sociedad y ha propiciado la convergencia de dos fuerzas que, al unirse, se han revelado letales: por un lado la soberbia y la alienación de los políticos, que, aislados del mundo real y obsesionados con el poder, han perdido de vista los intereses de sus ciudadanos y de su “nación”; y por otro la cobardía de una clase empresarial que, acostumbrada a mercados cautivos y a pactar ventajas y privilegios con el poder, ha preferido callar y someterse al poder político antes que defender sus intereses industriales y comerciales.
El actual movimiento de rechazo a las posiciones y criterios políticos catalanes, que en algunos casos se traduce en un lamentable boicot que, a la larga, lamentaremos todos y que es la peor dimensión de esta crisis, es una simple consecuencia de la idiotez de los catalanes poderosos.
Rubén
Negarse, como han hecho los políticos catalanes, a compartir la renta y el agua con el mejor cliente es, en términos económicos y en un mundo globalizado y competitivo, una evidente locura.
¿Qué ha ocurrido en Cataluña para que se tire por la borda el viejo “sentido común” y para que la soberbia de los políticos se imponga a la ancestral cordura del tendero y a los intereses del mundo emprendedor?
La única explicación lógica es que el nacionalismo extremo ha dañado los sentidos, ha atontado a la sociedad y ha propiciado la convergencia de dos fuerzas que, al unirse, se han revelado letales: por un lado la soberbia y la alienación de los políticos, que, aislados del mundo real y obsesionados con el poder, han perdido de vista los intereses de sus ciudadanos y de su “nación”; y por otro la cobardía de una clase empresarial que, acostumbrada a mercados cautivos y a pactar ventajas y privilegios con el poder, ha preferido callar y someterse al poder político antes que defender sus intereses industriales y comerciales.
El actual movimiento de rechazo a las posiciones y criterios políticos catalanes, que en algunos casos se traduce en un lamentable boicot que, a la larga, lamentaremos todos y que es la peor dimensión de esta crisis, es una simple consecuencia de la idiotez de los catalanes poderosos.
Rubén