Hay momentos en los que nuestros representantes deben disimular su euforia desmedida y no dar rienda suelta a sus convicciones con declaraciones poco beneficiosas para ellos y para los votantes. Aunque en el fuero interno se esté persuadido de una potencial verdad, por un lado razones de estrategia aconsejan callar y, por otro, el legítimo cuestionamiento moral de unas palabras también incita no sólo al silencio sino a la contrición, una vez pronunciadas.
Todos los que detentan el poder público, pero más aún quienes se sitúan de forma cercana a la ciudadanía en tareas de gestión y de administración, tendrían que moderar su ímpetu frente a situaciones gozosas, presentes o futuras, para sus conciudadanos, limitándose a disfrutar del momento como uno más, tratando de desprenderse de todo cálculo racional en pro de cualquier interés personal (aun cuando el análisis expuesto, y lo reitero, sea de lo más acertado).
El debate político desgraciadamente se simplificará a través de la descontextualización de expresiones que sirven para contestar desde la oposición la imagen de un gobernante frente al electorado, pasando a un segundo plano los asuntos de verdad importantes para la ciudad, aunque se vinculen oportunamente a posteriori con artificiosas analogías y comparaciones (esto es lo que un equipo de gobierno llamará entorpecimiento, bloqueo, deslealtad, etcétera).
Desparecerán por ambas partes los argumentos y razonamientos convincentes y, lo que es peor, se olvida la dimensión ejemplarizante por la que se debería regir el poder público, desembocando en luchas aldeanas. Pero la educación democrática no deja de ser una responsabilidad más de nuestros políticos profesionales. ¿Por qué? El pueblo tiende a imitar con demasiada facilidad el modelo y el patrón de comportamiento de sus gobernantes. La política termina convirtiéndose en una cuestión de personalidad y no de ideas. Los partidarios y simpatizantes inamovibles de cualquier sigla cerrarán, así, filas en torno a su líder, negándose a poner en tela de juicio hechos y palabras. Unos, la oposición, denunciarán la patrimonialización de los aciertos; otros, el equipo de gobierno, se afianzarán en decisiones pretéritas para dar validez a medidas futuras. ¿Quién tiene razón? Instrumentalmente, ambos; éticamente, ninguno. Que es fácil vehiculizar sentimientos y emociones mediante signos de identidad, de eso no podemos dudar; al igual que tampoco de que la maniobra más primaria es atacar al adversario político valiéndose de sus mismas tácticas para confundir al electorado y provocar así un trasvase de votos. De esta manera, resulta una labor embarazosa ganar para cambiar.
El patrón de comportamiento de un político profesional puede llegar a adquirir diversas lecturas, por lo que no es homogéneo (jamás puede aspirar a serlo). Sin embargo, los que tocan el poder con la palma de la mano, es decir, quienes albergan auténticas opciones de ganar y gobernar se ven arrastrados a uniformar en muchos aspectos sus respectivos modus operandi. Por ello, la educación desde el poder debe sobreponerse a la estadía en el poder. Masa o ciudadanos, he ahí la cuestión.
Juan Jesús Mora
Todos los que detentan el poder público, pero más aún quienes se sitúan de forma cercana a la ciudadanía en tareas de gestión y de administración, tendrían que moderar su ímpetu frente a situaciones gozosas, presentes o futuras, para sus conciudadanos, limitándose a disfrutar del momento como uno más, tratando de desprenderse de todo cálculo racional en pro de cualquier interés personal (aun cuando el análisis expuesto, y lo reitero, sea de lo más acertado).
El debate político desgraciadamente se simplificará a través de la descontextualización de expresiones que sirven para contestar desde la oposición la imagen de un gobernante frente al electorado, pasando a un segundo plano los asuntos de verdad importantes para la ciudad, aunque se vinculen oportunamente a posteriori con artificiosas analogías y comparaciones (esto es lo que un equipo de gobierno llamará entorpecimiento, bloqueo, deslealtad, etcétera).
Desparecerán por ambas partes los argumentos y razonamientos convincentes y, lo que es peor, se olvida la dimensión ejemplarizante por la que se debería regir el poder público, desembocando en luchas aldeanas. Pero la educación democrática no deja de ser una responsabilidad más de nuestros políticos profesionales. ¿Por qué? El pueblo tiende a imitar con demasiada facilidad el modelo y el patrón de comportamiento de sus gobernantes. La política termina convirtiéndose en una cuestión de personalidad y no de ideas. Los partidarios y simpatizantes inamovibles de cualquier sigla cerrarán, así, filas en torno a su líder, negándose a poner en tela de juicio hechos y palabras. Unos, la oposición, denunciarán la patrimonialización de los aciertos; otros, el equipo de gobierno, se afianzarán en decisiones pretéritas para dar validez a medidas futuras. ¿Quién tiene razón? Instrumentalmente, ambos; éticamente, ninguno. Que es fácil vehiculizar sentimientos y emociones mediante signos de identidad, de eso no podemos dudar; al igual que tampoco de que la maniobra más primaria es atacar al adversario político valiéndose de sus mismas tácticas para confundir al electorado y provocar así un trasvase de votos. De esta manera, resulta una labor embarazosa ganar para cambiar.
El patrón de comportamiento de un político profesional puede llegar a adquirir diversas lecturas, por lo que no es homogéneo (jamás puede aspirar a serlo). Sin embargo, los que tocan el poder con la palma de la mano, es decir, quienes albergan auténticas opciones de ganar y gobernar se ven arrastrados a uniformar en muchos aspectos sus respectivos modus operandi. Por ello, la educación desde el poder debe sobreponerse a la estadía en el poder. Masa o ciudadanos, he ahí la cuestión.
Juan Jesús Mora