Tras dedicar buena parte de su obra al análisis de las relaciones entre ética y política, el filósofo Schopenhauer detecta un terrible déficit de ética en la política moderna y atribuye a esa carencia gran parte de los males del mundo.
Schopenhauer (1788-1860), en algunos pasajes de su obra, llega a conclusiones similares a las de mi libro Políticos, los nuevos amos, que también culpa a la perversión del poder y al profundo deterioro ético del liderazgo de la mayoría de los males del mundo.
Schopenhauer llega a la conclusión de que la política carece de ética, tras analizar los fenómenos de su época, pero si hubiera estudiado los dramas y sufrimientos de nuestro tiempo, muchos peores y más sangrientos que los que a él le tocó vivir, se habría horrorizado.
La falta de ética explica que la política privilegie sistemáticamente a los regímenes por encima de los pueblos gobernados, que Occidente admita sin rechistas los demánes y crímenes de Vladimir Putin, de los actuales comunistas chinos y de los dirigentes de orea del Norte y Camboya, por citar sólo algunos ejemplos.
La inexistencia de ética explica que dirigentes en teoría demócratas, como el español Zapatero, puedan mantener relaciones amistosas y de cooperación con sátrapas opresores como el cubano Fidel Castro, el venezolano Chávez o el iraní Mahmud Ahmadineyad.
Las nuevas tecnologías y la ciencia han avanzado espectacularmente, pero la política sigue estancada en los siglos XiX y XX. Los partidos políticos son instituciones que apenas han avanzado desde el siglo XIX. El déficit ético es el mayor déficit de nuestro tiempo, como reconocía el filósofo Carl Jung.
Tolstoi no podía explicarse las matanzas de los ejercitos franceses que avanzaban por Europa al mando de Napoleón, ni encontraba razones para justificar los asesinatos masivos de aquellos soldados que decían exportar la libertad.
Pero la filosofía política de nuestro tiempo pasa por encima, sin entonar lamentos ni pedir perdón, de fenómenos como los ocurridos en el siglo XX, donde el Estado hipertrofiado y borracho de poder asesinó a decenas de millones de seres humanos, no sólo en los campos de batalla sino (a la mayoría) en la retaguardia, donde gobiernos como el nazi y, sobre todo, el comunista de Stalin, asesinaba a sus propios súbditos con saña enferma.
De los tres mayores asesinos de la historia, Mao, Stalin y Hítler, sólo el tercero tuvo su juicio en Nüremberg. Los otros dos siguen sin ser condenados y todavía siguen siendo, vergonzosamente, iconos respetados por la izquierda.
¿Quien ha pedido cuentas a los rusos o a los chinos de sus crímenes? Nadie. Y esa cobarde dejadez de la justicia se repite hoy con idéntica inmoralidad ante muchos crímenes, como los de Chechenia y, actualmente, Birmania.
Las llamadas democracias occidentales demuestran una y otra vez, con creciente vergüenza, que carecen de ética. Sus gobiernos perfeccionan el dominio sobre sus administrados y emplean los recursos casi infinitos del Estado para recortar libertades y eliminar la disidencia interna, mientras que en política exterior la escasez de ética es todavía más espeluznante: ¿Quien recrimina sus crímenes a los chinos? ¿Quien critica abietrtamente al cruel autócrata Putin? ¿Alguien ha preguntado a Putin qué tipo de gases utilizó para reconquistar la escuela de Moscú que ocuparon los terroristas chechenos?
El éxito de los viajes de los mandatarios occidentales a países donde los gobiernos asesinan a sus pueblos se mide sólo por el número de contratos firmados. Este dato quizás sea la muestra más elocuente de la profunda inmoralidad de nuestros políticos.
Schopenhauer (1788-1860), en algunos pasajes de su obra, llega a conclusiones similares a las de mi libro Políticos, los nuevos amos, que también culpa a la perversión del poder y al profundo deterioro ético del liderazgo de la mayoría de los males del mundo.
Schopenhauer llega a la conclusión de que la política carece de ética, tras analizar los fenómenos de su época, pero si hubiera estudiado los dramas y sufrimientos de nuestro tiempo, muchos peores y más sangrientos que los que a él le tocó vivir, se habría horrorizado.
La falta de ética explica que la política privilegie sistemáticamente a los regímenes por encima de los pueblos gobernados, que Occidente admita sin rechistas los demánes y crímenes de Vladimir Putin, de los actuales comunistas chinos y de los dirigentes de orea del Norte y Camboya, por citar sólo algunos ejemplos.
La inexistencia de ética explica que dirigentes en teoría demócratas, como el español Zapatero, puedan mantener relaciones amistosas y de cooperación con sátrapas opresores como el cubano Fidel Castro, el venezolano Chávez o el iraní Mahmud Ahmadineyad.
Las nuevas tecnologías y la ciencia han avanzado espectacularmente, pero la política sigue estancada en los siglos XiX y XX. Los partidos políticos son instituciones que apenas han avanzado desde el siglo XIX. El déficit ético es el mayor déficit de nuestro tiempo, como reconocía el filósofo Carl Jung.
Tolstoi no podía explicarse las matanzas de los ejercitos franceses que avanzaban por Europa al mando de Napoleón, ni encontraba razones para justificar los asesinatos masivos de aquellos soldados que decían exportar la libertad.
Pero la filosofía política de nuestro tiempo pasa por encima, sin entonar lamentos ni pedir perdón, de fenómenos como los ocurridos en el siglo XX, donde el Estado hipertrofiado y borracho de poder asesinó a decenas de millones de seres humanos, no sólo en los campos de batalla sino (a la mayoría) en la retaguardia, donde gobiernos como el nazi y, sobre todo, el comunista de Stalin, asesinaba a sus propios súbditos con saña enferma.
De los tres mayores asesinos de la historia, Mao, Stalin y Hítler, sólo el tercero tuvo su juicio en Nüremberg. Los otros dos siguen sin ser condenados y todavía siguen siendo, vergonzosamente, iconos respetados por la izquierda.
¿Quien ha pedido cuentas a los rusos o a los chinos de sus crímenes? Nadie. Y esa cobarde dejadez de la justicia se repite hoy con idéntica inmoralidad ante muchos crímenes, como los de Chechenia y, actualmente, Birmania.
Las llamadas democracias occidentales demuestran una y otra vez, con creciente vergüenza, que carecen de ética. Sus gobiernos perfeccionan el dominio sobre sus administrados y emplean los recursos casi infinitos del Estado para recortar libertades y eliminar la disidencia interna, mientras que en política exterior la escasez de ética es todavía más espeluznante: ¿Quien recrimina sus crímenes a los chinos? ¿Quien critica abietrtamente al cruel autócrata Putin? ¿Alguien ha preguntado a Putin qué tipo de gases utilizó para reconquistar la escuela de Moscú que ocuparon los terroristas chechenos?
El éxito de los viajes de los mandatarios occidentales a países donde los gobiernos asesinan a sus pueblos se mide sólo por el número de contratos firmados. Este dato quizás sea la muestra más elocuente de la profunda inmoralidad de nuestros políticos.