Lo de los autobuses ateos que pregonan que "Dios no existe" es una imbecilidad de campeonato. El ateísmo activo se está convirtiendo en un nuevo "tic" de esa progresía, siempre en busca de ideas nuevas y posturas electrizantes, que sustituyan la vieja ideología y los principios éticos que la izquierda ha abandonado en el camino de la Historia.
Los ateos hacen ahora proselitismo, como lo han hecho siempre los creyentes. Si fuera solo eso, está bien, pero detrás del ateísmo militante y activo hay mucho más, sobre todo el siniestro y totalitario deseo de que el Estado sea el "dios" de nuestro tiempo.
Hay un chiste inventado en Italia sobre este asunto que dice: "Tengo dos noticias, una mala y otra buena. La mala es que Dios no existe y la buena es que Dios no es necesario".
El chiste (en italiano "battuta") no es bueno porque, en verdad, Dios sí es necesario.
El hombre, desde que nace, se enfrenta a preguntas sin respuestas y a misterios que no puede descifrar. Dios sirve para responder a esos misterios y para dar un sentido a la vida humana. Basta darse una vuelta por la Historia para descubrir que no es verdad lo que dicen los actuales ateos (que también suelen ser feministas, anticapitalistas, antimercado, antiyanquis, más partidarios del Estado que del individuo, acojonados ante la libertad y favorables a las bodas gay), que los creyentes se dividen en dos bandos: los tontos y los fanáticos. De los mil personajes más grandes de la Historia, los que no creían en Dios pueden contarse con los dedos de las manos y, además, algunos de ellos se hicieron creyentes en las puertas de la muerte.
Los que creen en Dios no suelen hacer daño a sus semejantes, precisamente porque creen en Dios. Es cierto que también los hay fanáticos, pero el fanatismo es una enfermedad que afecta a la raza humana, sea o no creyente. El fanatismo de los que, en nombre de Dios, quieren limitar la libertad, es un iceberg cuya parte oculta convive a diario con nostoros y cuya parte más visible siempre es espectacular: en el pasado quemaba herejes en la hoguera y hoy vuela las Torres Gemelas en Nueva York o lanza cohetes apuntando a Israel.
La gente que cree en Dios suele ser más fiable que la que no cree. Nueve de cada diez no son fanáticos y siguen doctrinas que promueven el amor a sus semajantes, la paz y la honradez.
Combatir esa creencia en Dios sin argumentos sólidos, es, además de imbécil, pernicioso para la convivencia y la buena salud moral del planeta.
Los ateos hacen ahora proselitismo, como lo han hecho siempre los creyentes. Si fuera solo eso, está bien, pero detrás del ateísmo militante y activo hay mucho más, sobre todo el siniestro y totalitario deseo de que el Estado sea el "dios" de nuestro tiempo.
Hay un chiste inventado en Italia sobre este asunto que dice: "Tengo dos noticias, una mala y otra buena. La mala es que Dios no existe y la buena es que Dios no es necesario".
El chiste (en italiano "battuta") no es bueno porque, en verdad, Dios sí es necesario.
El hombre, desde que nace, se enfrenta a preguntas sin respuestas y a misterios que no puede descifrar. Dios sirve para responder a esos misterios y para dar un sentido a la vida humana. Basta darse una vuelta por la Historia para descubrir que no es verdad lo que dicen los actuales ateos (que también suelen ser feministas, anticapitalistas, antimercado, antiyanquis, más partidarios del Estado que del individuo, acojonados ante la libertad y favorables a las bodas gay), que los creyentes se dividen en dos bandos: los tontos y los fanáticos. De los mil personajes más grandes de la Historia, los que no creían en Dios pueden contarse con los dedos de las manos y, además, algunos de ellos se hicieron creyentes en las puertas de la muerte.
Los que creen en Dios no suelen hacer daño a sus semejantes, precisamente porque creen en Dios. Es cierto que también los hay fanáticos, pero el fanatismo es una enfermedad que afecta a la raza humana, sea o no creyente. El fanatismo de los que, en nombre de Dios, quieren limitar la libertad, es un iceberg cuya parte oculta convive a diario con nostoros y cuya parte más visible siempre es espectacular: en el pasado quemaba herejes en la hoguera y hoy vuela las Torres Gemelas en Nueva York o lanza cohetes apuntando a Israel.
La gente que cree en Dios suele ser más fiable que la que no cree. Nueve de cada diez no son fanáticos y siguen doctrinas que promueven el amor a sus semajantes, la paz y la honradez.
Combatir esa creencia en Dios sin argumentos sólidos, es, además de imbécil, pernicioso para la convivencia y la buena salud moral del planeta.