Pancarta en Mestalla
Algunos siguen aconsejando prudencia ante los desmanes del nacionalismo, pero la mayoría de los que han sido consultados creen que el rey debió levantarse de su asiento y abandonar el estadio de Mestalla en la noche de la final de la copa, cuando el himno nacional y la monarquía fueron ruidosamente abucheados y pitados por la mayoría de los aficionados presentes. Una actitud firme del rey quizás hubiera servido para plantear con la crudeza necesaria el debate sobre la deriva del nacionalismo en España, cada día más radical, independentista, hostil y desenfrenado, precisamente como consecuencia de la debilidad del poder político, la complacencia y complicidad del actual gobierno, que, en el caso de Cataluña, gobierna con ellos como socios, y la indiferencia de la Justicia y de las grandes instituciones del Estado.
Muchos creemos que la debilidad y la complacencia de un poder político carente de ideología y principios sólidos frente al nacionalismo han llevado a España hasta la situación presente, en la que Cataluña (más que el País Vasco) se ha convertido en un cáncer para España, que lastra el progreso, que está creando metástasis en otras autonomías y que constituye un pésimo referente sobre la democracia, la dignidad y la convivencia.
Permitir que los que se expresan en español o los que quieren que sus hijos estudien en la lengua común sean marginados o perjudicados por un poder político borracho de nacionalismo, que viola la Constitución, es una vileza sin perdón del gobierno y de la Justicia. Gobernar con esos dictadores nacionalistas como socios es, además, antidemocrático y sucio. En estas conclusiones no hubo discrepancia.
Una actitud digna del monarca español en la noche de Mestalla quizás hubiera abierto el debate necesario y siempre aplazado sobre la convivencia y la unidad de la nación. No se puede avanzar con una autonomía como la catalana, que rema abiertamente en sentido contrario, ni tiene sentido que un partido político que se dice español, como el PSOE, haga las veces de timonel en la insolidaria chalupa catalana.
Con Cataluña como lastre canceroso, España siente los estragos de esa enfermedad. El lamentable boicot anticatalán, también llamado Compra Selectiva, se practica en ambos bandos, se extiende con eficacia a muchas regiones de España y se agranda con estos acontecimientos. Según algunos datos, el boicot no sólo afecta a alimentos y bebidas, sino también a productos industriales y, últimamente, alcanza ya a los automóviles Seat y Audi, esta última marca por haber aceptado construir en la factoría catalana de Martorell su nuevo modelo Q3.
Quizás haya llegado la hora de reconocer que así no podemos continuar, que el fenómeno de las autonomías se ha ido de las manos y que España no puede vivir con 17 taifas cuasi independientes, enfrentadas entre sí y arrancando dinero y concesiones a un gobierno central que no sabe imponer austeridad y disciplina en un país que, golpeado por la crisis con más intensidad que cualquier otro de Europa, es conducido por el mal gobierno hacia su derrota y fracaso histórico.
Algún día no muy lejano, tal vez cuando la ruptura ya sea inevitable, lamentaremos la cobardía y la debilidad suicida que exhibieron el gobierno y las instituciones actuales frente al insolidario y disgregador movimiento nacionalista radical.
La prueba más brutal y elocuente de esa debilidad es los tres años que lleva el Tribunal Constitucional, aterrorizado ante el compromiso de tener que decidir, deliberando sobre un nuevo Estatuto de Cataluña que la inmensa mayoría de los españoles, incluídos la mayoría de los mismos jueces del Constitucional, sabemos que maltrata principios constitucionales básicos en varios apartados decisivos del texto.
La conclusión más clara y unánime de nuestro debate fue que la mayoría de los problemas actuales de España se deben a que al poder carece de la suficiente talla política y altura moral e intelectual, un déficit que afecta tanto al gobierno como a la oposición y a las principales instituciones del Estado.
Muchos creemos que la debilidad y la complacencia de un poder político carente de ideología y principios sólidos frente al nacionalismo han llevado a España hasta la situación presente, en la que Cataluña (más que el País Vasco) se ha convertido en un cáncer para España, que lastra el progreso, que está creando metástasis en otras autonomías y que constituye un pésimo referente sobre la democracia, la dignidad y la convivencia.
Permitir que los que se expresan en español o los que quieren que sus hijos estudien en la lengua común sean marginados o perjudicados por un poder político borracho de nacionalismo, que viola la Constitución, es una vileza sin perdón del gobierno y de la Justicia. Gobernar con esos dictadores nacionalistas como socios es, además, antidemocrático y sucio. En estas conclusiones no hubo discrepancia.
Una actitud digna del monarca español en la noche de Mestalla quizás hubiera abierto el debate necesario y siempre aplazado sobre la convivencia y la unidad de la nación. No se puede avanzar con una autonomía como la catalana, que rema abiertamente en sentido contrario, ni tiene sentido que un partido político que se dice español, como el PSOE, haga las veces de timonel en la insolidaria chalupa catalana.
Con Cataluña como lastre canceroso, España siente los estragos de esa enfermedad. El lamentable boicot anticatalán, también llamado Compra Selectiva, se practica en ambos bandos, se extiende con eficacia a muchas regiones de España y se agranda con estos acontecimientos. Según algunos datos, el boicot no sólo afecta a alimentos y bebidas, sino también a productos industriales y, últimamente, alcanza ya a los automóviles Seat y Audi, esta última marca por haber aceptado construir en la factoría catalana de Martorell su nuevo modelo Q3.
Quizás haya llegado la hora de reconocer que así no podemos continuar, que el fenómeno de las autonomías se ha ido de las manos y que España no puede vivir con 17 taifas cuasi independientes, enfrentadas entre sí y arrancando dinero y concesiones a un gobierno central que no sabe imponer austeridad y disciplina en un país que, golpeado por la crisis con más intensidad que cualquier otro de Europa, es conducido por el mal gobierno hacia su derrota y fracaso histórico.
Algún día no muy lejano, tal vez cuando la ruptura ya sea inevitable, lamentaremos la cobardía y la debilidad suicida que exhibieron el gobierno y las instituciones actuales frente al insolidario y disgregador movimiento nacionalista radical.
La prueba más brutal y elocuente de esa debilidad es los tres años que lleva el Tribunal Constitucional, aterrorizado ante el compromiso de tener que decidir, deliberando sobre un nuevo Estatuto de Cataluña que la inmensa mayoría de los españoles, incluídos la mayoría de los mismos jueces del Constitucional, sabemos que maltrata principios constitucionales básicos en varios apartados decisivos del texto.
La conclusión más clara y unánime de nuestro debate fue que la mayoría de los problemas actuales de España se deben a que al poder carece de la suficiente talla política y altura moral e intelectual, un déficit que afecta tanto al gobierno como a la oposición y a las principales instituciones del Estado.