Tengo muchos amigos socialistas que me dicen que Zapatero debería dimitir. A veces creo que me lo dicen porque saben que apoyo esa tesis, pero hace unos días uno de ellos se sinceró y me dijo: "la verdad es que estamos aterrorizados ante lo que se nos vendrá encima cuando el PSOE pierda el poder y ya no podamos evitar que la Historia nos señale como traidores por el desprecio demostrado a la democracia y por gobernar en contra de los intereses de la nación".
Casi agotada la legislatura, el balance de Zapatero es negativo. Nadie puede negarle el mérito de la osadía y de haber actuado donde otros no se atrevieron, "ampliando los derechos", como él dice, pero también es evidente que ha deteriorado la posición de España en el plano internacional y que ha fracasado en cada una de sus grandes líneas de gobierno, desde la llamada "paz con ETA" a las reformas territoriales, con estatutos traumáticos, como el catalán y el andaluz, acusados de inconstitucionalidad y apoyados de manera ridícula en los dos referenda más fracasados de la historia de la democracia.
Al margen de las opiniones, es obvio que al final de su legislatura el PP, que la inició acobardado y derrotado, está fuerte y respirando aires de victoria, tras haber recibido inesperadas energías de un Zapatero que ha crispado al país con sus aventuras territoriales, sus alianzas contra natura con gente situada a años luz de la democracia y con su estrategia de aislar a la oposición para impedirle el acceso al poder, dudosamente democrática.
Sin embargo, el pecado que, probablemente, hará que Zapatero pase a la historia como un mal político es el deterioro que la democracia ha sufrido durante su mandato, en el que se han incrementado espectacularmente la abstención y el voto en blanco y se ha ensanchado el foso que separa a los políticos de los ciudadanos, sin olvidar que el prestigio y la imagen de la clase política han caído por los suelos.
Las críticas a Zapatero crecen como la espuma en el seno del PSOE. Le critican Leguina, Maragall, Balbás, los dos Redondo, Rosa Diéz y miles de socialistas anónimos, casi todos cobardes que no dan la cara por miedo a enfrentarse al aparato y a perder los muchos privilegios y ventajas que hoy trae consigo la militancia socialista.
Después del resultado de las elecciones del 27 de mayo y, sobre todo, tras la "pantomima" de la ruptura de la tregua con ETA, una vez comprobada la intención del presidente de "seguir" negociando con la banda, los socialistas más sensatos hablan ya de la necesidad de que Zapatero dimita para evitar males mayores.
Aunque parezca mentira, la mayor crítica de los socialistas a su secretario general no se refiere a su truculenta, obsesiva y débil negociación con los terroristas de ETA, sino las inexplicables alianzas "contra natura" con nacionalistas extremos y, sobre todo, el fruto de esas alianzas, en especial el Estatuto de Cataluña, un documento que liquida la solidaridad y la igualdad, dos valores cruciales para la democracia y para la vigencia del Estado de Derecho en España.
Las críticas no son ya, como hace meses, prudentes y comedidas, sino crueles y desgarradoras, como la de Joaquín Leguina ("Estamos en manos de oportunistas sin visión del Estado"); la de José Luis Balbás, artífice de las alianzas que llevaron a Zapatero hasta la Secretaría General ("Zapatero usa la mentira como arma política"); y la de Nicolás Redondo ("Convivir con el nacionalismo no es ceder ante el nacionalismo").
Las de Rosa Díez son todavía más cáusticas.
Casi agotada la legislatura, el balance de Zapatero es negativo. Nadie puede negarle el mérito de la osadía y de haber actuado donde otros no se atrevieron, "ampliando los derechos", como él dice, pero también es evidente que ha deteriorado la posición de España en el plano internacional y que ha fracasado en cada una de sus grandes líneas de gobierno, desde la llamada "paz con ETA" a las reformas territoriales, con estatutos traumáticos, como el catalán y el andaluz, acusados de inconstitucionalidad y apoyados de manera ridícula en los dos referenda más fracasados de la historia de la democracia.
Al margen de las opiniones, es obvio que al final de su legislatura el PP, que la inició acobardado y derrotado, está fuerte y respirando aires de victoria, tras haber recibido inesperadas energías de un Zapatero que ha crispado al país con sus aventuras territoriales, sus alianzas contra natura con gente situada a años luz de la democracia y con su estrategia de aislar a la oposición para impedirle el acceso al poder, dudosamente democrática.
Sin embargo, el pecado que, probablemente, hará que Zapatero pase a la historia como un mal político es el deterioro que la democracia ha sufrido durante su mandato, en el que se han incrementado espectacularmente la abstención y el voto en blanco y se ha ensanchado el foso que separa a los políticos de los ciudadanos, sin olvidar que el prestigio y la imagen de la clase política han caído por los suelos.
Las críticas a Zapatero crecen como la espuma en el seno del PSOE. Le critican Leguina, Maragall, Balbás, los dos Redondo, Rosa Diéz y miles de socialistas anónimos, casi todos cobardes que no dan la cara por miedo a enfrentarse al aparato y a perder los muchos privilegios y ventajas que hoy trae consigo la militancia socialista.
Después del resultado de las elecciones del 27 de mayo y, sobre todo, tras la "pantomima" de la ruptura de la tregua con ETA, una vez comprobada la intención del presidente de "seguir" negociando con la banda, los socialistas más sensatos hablan ya de la necesidad de que Zapatero dimita para evitar males mayores.
Aunque parezca mentira, la mayor crítica de los socialistas a su secretario general no se refiere a su truculenta, obsesiva y débil negociación con los terroristas de ETA, sino las inexplicables alianzas "contra natura" con nacionalistas extremos y, sobre todo, el fruto de esas alianzas, en especial el Estatuto de Cataluña, un documento que liquida la solidaridad y la igualdad, dos valores cruciales para la democracia y para la vigencia del Estado de Derecho en España.
Las críticas no son ya, como hace meses, prudentes y comedidas, sino crueles y desgarradoras, como la de Joaquín Leguina ("Estamos en manos de oportunistas sin visión del Estado"); la de José Luis Balbás, artífice de las alianzas que llevaron a Zapatero hasta la Secretaría General ("Zapatero usa la mentira como arma política"); y la de Nicolás Redondo ("Convivir con el nacionalismo no es ceder ante el nacionalismo").
Las de Rosa Díez son todavía más cáusticas.