Zapatero y Rajoy han ofrecido otro triste espectáculo, típico de la degradada democracia española, en el debate sobre el Estado de la Nación. Uno y otro concentraron sus fuerzas en despedazarse, olvidando los intereses de los ciudadanos y ofreciendo a una audiencia desencantada y cansada de trifulca todo lo feo que son capaces de ofrecer dos políticos mediocres sin capacidad de ilusionar.
Lo importante del discurso de ambos fue lo que callaron. Zapatero no habló de sus negociaciones secretas con ETA, ni de sus inexplicables alianzas con nacionalistas extremos, independentistas y enemigos de la Constitución, sólo justificadas porque todo vale con tal de conservar el poder. Tampoco habló del fracaso de sus grandes líneas políticas, sobre todo de los estatutos de Cataluña y Andalucía, impulsados por él, a los que los ciudadanos han dado la espalda, a juzgar por el vergonzoso resultados de los referendum de aprobación --apenas un tercio de los votantes (menos en el caso de Andalucía) aprobaron esas leyes fundamentales--.
Rajoy, por su parte, comportándose como un perro de presa, al descubrir que hacía daño con su mordisco, centró el debate en las oscuras negociaciones del gobierno con los asesinos de ETA e ignoró el resto de los grandes temas que interesan a los españoles. Se veia claro que lo que le interesaba era despedazar al enemigo.
Zapatero acusaba a Rajoy de deslealtad y enumeró los viejos fallos de su partido, sobre todo el grave y ya conocido de la guerra de Irak. El objetivo claro era desacreditarlo ante el electorado. Rajoy utilizó la misma técnica de destrucción y acusó a su adversario de mentir con frecuencia a los españoles y de ocultar los entresijos de la negociación con ETA, lo cual es cierto.
Lo mejor del debate fue que mostró con claridad que la legislatura está agotada y, sobre todo, que la política española está enferma. Cualquier ciudadano responsable debió sentir ganas de vomitar ante el espectáculo, más parecido a una pelea callejera en los bajos fondos que a un verdadero debate democrático parlamentario. En el escenario sólo se percibía la lucha por el poder entre los dos grandes partidos, sin una gota de protagonismo de los ciudadanos, ni de sus deseos y esperanzas.
FR
Lo importante del discurso de ambos fue lo que callaron. Zapatero no habló de sus negociaciones secretas con ETA, ni de sus inexplicables alianzas con nacionalistas extremos, independentistas y enemigos de la Constitución, sólo justificadas porque todo vale con tal de conservar el poder. Tampoco habló del fracaso de sus grandes líneas políticas, sobre todo de los estatutos de Cataluña y Andalucía, impulsados por él, a los que los ciudadanos han dado la espalda, a juzgar por el vergonzoso resultados de los referendum de aprobación --apenas un tercio de los votantes (menos en el caso de Andalucía) aprobaron esas leyes fundamentales--.
Rajoy, por su parte, comportándose como un perro de presa, al descubrir que hacía daño con su mordisco, centró el debate en las oscuras negociaciones del gobierno con los asesinos de ETA e ignoró el resto de los grandes temas que interesan a los españoles. Se veia claro que lo que le interesaba era despedazar al enemigo.
Zapatero acusaba a Rajoy de deslealtad y enumeró los viejos fallos de su partido, sobre todo el grave y ya conocido de la guerra de Irak. El objetivo claro era desacreditarlo ante el electorado. Rajoy utilizó la misma técnica de destrucción y acusó a su adversario de mentir con frecuencia a los españoles y de ocultar los entresijos de la negociación con ETA, lo cual es cierto.
Lo mejor del debate fue que mostró con claridad que la legislatura está agotada y, sobre todo, que la política española está enferma. Cualquier ciudadano responsable debió sentir ganas de vomitar ante el espectáculo, más parecido a una pelea callejera en los bajos fondos que a un verdadero debate democrático parlamentario. En el escenario sólo se percibía la lucha por el poder entre los dos grandes partidos, sin una gota de protagonismo de los ciudadanos, ni de sus deseos y esperanzas.
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