Ante el crecimiento acelerado y sólido del movimiento de los indignados en todo el mundo, los grandes poderes del planeta, preocupados e incapaces de controlar esa poderosa corriente de opinión, han decidido empujarla hacia la participación en la política para que se transforme en partidos políticos, una fórmula que disolvería la protesta como un azucarillo, la fagocitaría y la haría desaparecer sin que el sistema injusto que domina el mundo sufra daño vital alguno.
Nos oncontramos, probablemente, en las primeras grandes escaramuzas de la Tercera Guerra Mundial, donde luchan dos bandos bien definidos: por un lado los gobiernos, los partidos políticos y sus grandes aliados mundiales, dominadores de gran parte de la riqueza y de los recursos; por otro los ciudadanos, insatisfechos con su condición de sometidos, que no quieren ser esclavos y dispuestos a cambiar un sistema manifiestamente injusto en lo político, lo económico y lo social.
La lucha se extiende por todo el planeta, aunque no con la misma intensidad. En algunos espacios, la rebelión ciudadana es abierta y los enfrentamientos con el poder son cruentos, como ha ocurrido en en Túnez, Egipto y Libia y está ocurriendo en Siria, Yemen y otros países sometidos a dominios demasiado totalitarios y torpes, desprovistos de disfraces eficaces que camuflen el poder de las élites bajo ropajes de falsas democracias e igualdades trucadas. En otros lugares los enfrentamientos son más pacíficos, aunque no menos intensos, sin que todavía se haya vertido sangre en la lucha entre los amos y los esclavos.
Dos fenómenos están causando gran inquietud entre los políticos y los dominadores del mundo: el primero es el crecimiento vertiginoso de la protesta, como consecuencia de avances en la toma de conciencia y en la indignación; el segundo es la extensión del movimiento, que ya ha incorporado a cientos de millones de ciudadanos en todo el planeta, la inmensa mayoría de los cuales permanecen en sus hogares y puestos de trabajo, sin cruzar las lineas del activismo y la protesta callejera, pero prestando un creciente apoyo a los que se atreven a enfrentarse en las calles y plazas a los esbirros del poder.
Especialmente preocupante para los amos del mundo es la expansión del movimiento indignado en Estados Unidos, donde la sociedad civil y la opinión publica tienen una influencia y un peso superiores a los de cualquier otro país en el mundo.
La defensa de los poderosos contra el movimiento indignado tiene tres escenarios donde se le combate con toda energía: en las calles, interponiendo a la policía entre los que protestas y el verdadero poder; en la opinión pública, donde, con la sucia complicidad de los medios de comunicación sometidos, se denigra y desacredita el movimiento; en la política, donde se realizan esfuerzos por infiltrarlo y controlarlo, para que la protesta se diluya y termine siendo estéril.
El futuro es incierto y el desenlace de la guerra está todavía muy lejos. El mundo apenas vive las primeras escaramuzas de lo que será la espina dorsal del siglo XXI un enfrentamiento a gran escala entre los ciudadanos y sus dominadores, entre los que siempre han obedecido y los que siempre han dominado.
Los primeros síntomas de esta gran batalla, en su versión contemporánea, se detectaron después de la Segunda Guerra Mundial. Ya por entonces, algunos pensadores anticiparon grandes enfrentamientos entre los pueblos y sus clases gobernantes. Esa batalla se dio, primero, en el mundo dominado por el colonialismo y, poco después, dentro del comunismo, donde el nivel de opresión y de injusticia era mayor. La victoria de los ciudadanos contra el comunismo causó preocupación y miedo entre los poderosos de Occidente, que veían con claridad que pronto les tocaría a ellos enfrentarse a la indignación e los ciudadanos ante un mundo injusto, desequilibrado y pleno de corrupción y desigualdad.
Los mecanismos de defensa, casi siempre basado en el miedo, se pusieron en marcha para sustituir el miedo al comunismo por otros miedos: al terrorismo, a la guerra bacteriológica, a las grandes epidemias y, más recientemente, a la gran crisis económica.
El miedo siempre ha sido el arme preferida del poder y la más eficaz para dominar a las masas, pero en los últimos años, ante el empobrecimiento creciente de la población, ese miedo cada vez se muestra menos eficaz. Los poderosos no habían previsto que la gente, cuando se siente pobre y desamparada, se torna más valiente y osada y pierde gran parte de sus miedos ante el poder.
Gane quien gane la batalla final, el mundo se encuentra ante una gran oportunidad de cambiar su nausebundo diseño actual por otro más equilibrado y justo, en el que la gente pueda ser feliz, instaurando por vez primera una democracia auténtica bajo control cívico, con políticos obligados a obedecer los deseos de sus pueblos, ya sin impunidad y estrechamente controlados por una ley independiente y severa.
Pero también corre el mundo grandes riesgos en esta contienda, sobre todo el de caer en manos de los totalitarios, que sueñan con un Estado todavía más poderoso e intervencionista. Muchos de esos totalitarios están hoy infirtrados en las vanguardias de los indignados. Son los imbéciles que piden más Estado, más poder´para el gobierno, más opresión para el ciudadano, en definitiva. Esos son los agentes del enemigo dentro de nuestras filas. Si sus tesis se imponen, el movimiento indignado terminará por hacer muchos ruido y por cambiarlo todo en apariencia, sin cambiar la sustancia, incrementando todavía más el lamentable poder de las élites que han convertido nuestro mundo en una pocilga.
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Nos oncontramos, probablemente, en las primeras grandes escaramuzas de la Tercera Guerra Mundial, donde luchan dos bandos bien definidos: por un lado los gobiernos, los partidos políticos y sus grandes aliados mundiales, dominadores de gran parte de la riqueza y de los recursos; por otro los ciudadanos, insatisfechos con su condición de sometidos, que no quieren ser esclavos y dispuestos a cambiar un sistema manifiestamente injusto en lo político, lo económico y lo social.
La lucha se extiende por todo el planeta, aunque no con la misma intensidad. En algunos espacios, la rebelión ciudadana es abierta y los enfrentamientos con el poder son cruentos, como ha ocurrido en en Túnez, Egipto y Libia y está ocurriendo en Siria, Yemen y otros países sometidos a dominios demasiado totalitarios y torpes, desprovistos de disfraces eficaces que camuflen el poder de las élites bajo ropajes de falsas democracias e igualdades trucadas. En otros lugares los enfrentamientos son más pacíficos, aunque no menos intensos, sin que todavía se haya vertido sangre en la lucha entre los amos y los esclavos.
Dos fenómenos están causando gran inquietud entre los políticos y los dominadores del mundo: el primero es el crecimiento vertiginoso de la protesta, como consecuencia de avances en la toma de conciencia y en la indignación; el segundo es la extensión del movimiento, que ya ha incorporado a cientos de millones de ciudadanos en todo el planeta, la inmensa mayoría de los cuales permanecen en sus hogares y puestos de trabajo, sin cruzar las lineas del activismo y la protesta callejera, pero prestando un creciente apoyo a los que se atreven a enfrentarse en las calles y plazas a los esbirros del poder.
Especialmente preocupante para los amos del mundo es la expansión del movimiento indignado en Estados Unidos, donde la sociedad civil y la opinión publica tienen una influencia y un peso superiores a los de cualquier otro país en el mundo.
La defensa de los poderosos contra el movimiento indignado tiene tres escenarios donde se le combate con toda energía: en las calles, interponiendo a la policía entre los que protestas y el verdadero poder; en la opinión pública, donde, con la sucia complicidad de los medios de comunicación sometidos, se denigra y desacredita el movimiento; en la política, donde se realizan esfuerzos por infiltrarlo y controlarlo, para que la protesta se diluya y termine siendo estéril.
El futuro es incierto y el desenlace de la guerra está todavía muy lejos. El mundo apenas vive las primeras escaramuzas de lo que será la espina dorsal del siglo XXI un enfrentamiento a gran escala entre los ciudadanos y sus dominadores, entre los que siempre han obedecido y los que siempre han dominado.
Los primeros síntomas de esta gran batalla, en su versión contemporánea, se detectaron después de la Segunda Guerra Mundial. Ya por entonces, algunos pensadores anticiparon grandes enfrentamientos entre los pueblos y sus clases gobernantes. Esa batalla se dio, primero, en el mundo dominado por el colonialismo y, poco después, dentro del comunismo, donde el nivel de opresión y de injusticia era mayor. La victoria de los ciudadanos contra el comunismo causó preocupación y miedo entre los poderosos de Occidente, que veían con claridad que pronto les tocaría a ellos enfrentarse a la indignación e los ciudadanos ante un mundo injusto, desequilibrado y pleno de corrupción y desigualdad.
Los mecanismos de defensa, casi siempre basado en el miedo, se pusieron en marcha para sustituir el miedo al comunismo por otros miedos: al terrorismo, a la guerra bacteriológica, a las grandes epidemias y, más recientemente, a la gran crisis económica.
El miedo siempre ha sido el arme preferida del poder y la más eficaz para dominar a las masas, pero en los últimos años, ante el empobrecimiento creciente de la población, ese miedo cada vez se muestra menos eficaz. Los poderosos no habían previsto que la gente, cuando se siente pobre y desamparada, se torna más valiente y osada y pierde gran parte de sus miedos ante el poder.
Gane quien gane la batalla final, el mundo se encuentra ante una gran oportunidad de cambiar su nausebundo diseño actual por otro más equilibrado y justo, en el que la gente pueda ser feliz, instaurando por vez primera una democracia auténtica bajo control cívico, con políticos obligados a obedecer los deseos de sus pueblos, ya sin impunidad y estrechamente controlados por una ley independiente y severa.
Pero también corre el mundo grandes riesgos en esta contienda, sobre todo el de caer en manos de los totalitarios, que sueñan con un Estado todavía más poderoso e intervencionista. Muchos de esos totalitarios están hoy infirtrados en las vanguardias de los indignados. Son los imbéciles que piden más Estado, más poder´para el gobierno, más opresión para el ciudadano, en definitiva. Esos son los agentes del enemigo dentro de nuestras filas. Si sus tesis se imponen, el movimiento indignado terminará por hacer muchos ruido y por cambiarlo todo en apariencia, sin cambiar la sustancia, incrementando todavía más el lamentable poder de las élites que han convertido nuestro mundo en una pocilga.
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