España es, sin duda, un país corrupto y lo es no tanto porque su vida política esté plagada de escandalos de corrupción o porque su urbanismo sea una fuente de enriquecimiento ilícito para cargos públicos, sino porque la democracia, que es el mejor antídoto existente contra la corrupción, está degenerada y no funciona.
La democracia sólo funciona como antídoto frente al delito cuando sus poderes y fuerzas están equilibrados, cuando existe una prensa libre con capacidad crítica, cuando la sociedad civil opera como contrapeso del gobierno y cuando los poderes básicos del Estado funcionan con independencia y se vigilan unos a otros.
En España, esos equilibrios no existen porque los partidos políticos han acaparado un poder desmesurado y han invadido, sin escrúpulos ni prudencia, la sociedad civil, los poderes básicos y la prensa libre, ocupando también instituciones y espacios de la sociedad civil que les están vedados, como sindicatos, universidades, religiones, fundaciones, medios de comunicación y hasta empresas, al mismo tiempo que relegaba al ciudadano, que es el soberano indiscutible en democracia, a un vergonzoso segundo plano.
Ese esquema de funcionamiento de la política, más propio de una oligocracia de partidos que de una democracia auténtica, es un claro y potente generador de corrupción porque los partidos, sin control alguno, concentran todo su esfuerzo en acumular y conservar el poder, sin demasiados escrúpulos éticos.
¿Acaso han funcionado en España los comités de disciplina de los partidos ante casos de corrupción? ¿Acaso no se ha justificado la práctica de cobrar comisiones afirmando que "no es para mí sino para el partido"? ¿No se han consagrado en la vida interna de los partidos axiomas tan antidemocráticos como el "todo vale en política" o "el fin justifica los medios"? ¿No se han dedicado los partidos a estimular el transfuguismo y a reclutar transfugas para ganar, de manera antidemocrática, gobiernos y más poder?
Ante un poder político descontrolado y con una ética trastocada, lo más lógico es que los ideseables metan la mano en el dinero y se lo lleven.
La situación ética en España es tan dramática que nada menos que la ministra actual de cultura afirmó que "el dinero público no es de nadie", una barbaridad jurídica de tal calado que causa rubor y que, además, parece invitar a meterse en el bolsillo ese dinero público que, en realidad, pertenece a la ciudadanía, a todos.
Ahora, cuando la corrupción española alcanza fama mundial, después de que el no menos corrupto líder ruso Vladimir Putin haya afirmado, ante los jefes de Estado y de gobierno europeos, que "España no tiene nada que enseñar, cuando tiene a varios alcaldes implicados por corrupción", el gobierno español y los partidos políticos intentarán hacer creer a la sociedad que el problema de la corrupción está reducido a los ayuntamientos.
Nada más falso. La corrupción está en el corazón del sistema y su causa es el poder desmesurado e irrefrenable de los partidos, generadores de una ética insignificante que permite a los políticos subirse el sueldo contra la opinión de los ciudadanos, gobernar contra la opinión pública, castigar al adversario y hasta robar, siempre que se haga con discreción y sin escándalo.
El urbanismo, el mayor foco de corrupción en España, aunque no el único, no es una responsabilidad exclusiva de los ayuntamientos. Lo es, también, de los gobiernos autonómicos y, en condiciones excepcionales, de los poderes básicos del Estado, que tienen el ineludible deber de defender el bien común, asegurar el Estado de Derecho y evitar al ciudadano el bochorno de sentirse gobernado por una enorme banda de moral frágil..
La democracia sólo funciona como antídoto frente al delito cuando sus poderes y fuerzas están equilibrados, cuando existe una prensa libre con capacidad crítica, cuando la sociedad civil opera como contrapeso del gobierno y cuando los poderes básicos del Estado funcionan con independencia y se vigilan unos a otros.
En España, esos equilibrios no existen porque los partidos políticos han acaparado un poder desmesurado y han invadido, sin escrúpulos ni prudencia, la sociedad civil, los poderes básicos y la prensa libre, ocupando también instituciones y espacios de la sociedad civil que les están vedados, como sindicatos, universidades, religiones, fundaciones, medios de comunicación y hasta empresas, al mismo tiempo que relegaba al ciudadano, que es el soberano indiscutible en democracia, a un vergonzoso segundo plano.
Ese esquema de funcionamiento de la política, más propio de una oligocracia de partidos que de una democracia auténtica, es un claro y potente generador de corrupción porque los partidos, sin control alguno, concentran todo su esfuerzo en acumular y conservar el poder, sin demasiados escrúpulos éticos.
¿Acaso han funcionado en España los comités de disciplina de los partidos ante casos de corrupción? ¿Acaso no se ha justificado la práctica de cobrar comisiones afirmando que "no es para mí sino para el partido"? ¿No se han consagrado en la vida interna de los partidos axiomas tan antidemocráticos como el "todo vale en política" o "el fin justifica los medios"? ¿No se han dedicado los partidos a estimular el transfuguismo y a reclutar transfugas para ganar, de manera antidemocrática, gobiernos y más poder?
Ante un poder político descontrolado y con una ética trastocada, lo más lógico es que los ideseables metan la mano en el dinero y se lo lleven.
La situación ética en España es tan dramática que nada menos que la ministra actual de cultura afirmó que "el dinero público no es de nadie", una barbaridad jurídica de tal calado que causa rubor y que, además, parece invitar a meterse en el bolsillo ese dinero público que, en realidad, pertenece a la ciudadanía, a todos.
Ahora, cuando la corrupción española alcanza fama mundial, después de que el no menos corrupto líder ruso Vladimir Putin haya afirmado, ante los jefes de Estado y de gobierno europeos, que "España no tiene nada que enseñar, cuando tiene a varios alcaldes implicados por corrupción", el gobierno español y los partidos políticos intentarán hacer creer a la sociedad que el problema de la corrupción está reducido a los ayuntamientos.
Nada más falso. La corrupción está en el corazón del sistema y su causa es el poder desmesurado e irrefrenable de los partidos, generadores de una ética insignificante que permite a los políticos subirse el sueldo contra la opinión de los ciudadanos, gobernar contra la opinión pública, castigar al adversario y hasta robar, siempre que se haga con discreción y sin escándalo.
El urbanismo, el mayor foco de corrupción en España, aunque no el único, no es una responsabilidad exclusiva de los ayuntamientos. Lo es, también, de los gobiernos autonómicos y, en condiciones excepcionales, de los poderes básicos del Estado, que tienen el ineludible deber de defender el bien común, asegurar el Estado de Derecho y evitar al ciudadano el bochorno de sentirse gobernado por una enorme banda de moral frágil..