La historia demuestra con creces que controlar la justicia es el sueño y la mayor tentación de los totalitarios, quizás porque la Administración de la Justicia es el único obstáculo serio que se alza entre ellos y el poder absoluto. Dominar la Justicia y convertirla en un poder más al servicio del Ejecutivo fue la más perversa obra de dictadores como Nerón, Calígula, Napoleón Lenín, Stalin, Mao y Adolf Hitler, entre otros muchos.
Hoy, en España, el gobierno de Zapatero, presionado por sus peligrosos y poco demócratas socios nacionalistas, está presionando a los jueces para que adapten las sentencias a lo que llaman "el proceso de paz", una aberración antidemocrática que los españoles ni siquiera se atrevían a imaginar hace un par de años.
Pero las "diferencias" entre Zapatero y la Justicia no son recientes y vienen de lejos. Poco después de su llegada al poder, en 2004, el gobierno de Zapateo emprendió una macroreforma de la Justicia Española destinada a crear jueces de proximidad y a potenciar la justicia autonómica, pero, sin el menor pudor, optando por contaminar la justicia al permitir que sean los partidos políticos los que elijan a la mayoría de los jueces en los Consejos Autonómicos.
La reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial acentúa la politización de la Justicia en España porque incrementa la participación de los políticos en la designación de cargos judiciales, todo un movimiento político escasamente democrático del actual gobierno.
Los partidos políticos, que, en su obsesión por el poder, se sienten legitimados por el voto ciudadano para cualquier cosa, incluídas algunas terribles vejaciones a la auténtica democracia, siguen disparando sin escrúpulos contra Montequieu y nombrando jueces y representantes en los Tribunales, politizando así una justicia que tiene que ser independiente para que la democracia exista.
Lo grave de las reformas de la justicia puestas en marcha por Zapateo no es sólo que entregue una alta dosis de la administración de la justicia a las autonomías, algo comprensible (aunque injustificable) desde una democracia degenerada y un diseño descentralizado del Estado, sino que no abandona su obsesión por mediatizar y politizar todavía más una justicia, que ya está contaminada por el nombramiento de jueces y representantes por parte de unos partidos políticos que, inexplicablemente, se sienten legitimados para invadir esos territorios sagrados, a pesar de que la auténtica democracia veta esa intromisión y exige un poder judicial independiente y a salvo de los partidos políticos y del poder ejecutivo.
Hoy, en España, el gobierno de Zapatero, presionado por sus peligrosos y poco demócratas socios nacionalistas, está presionando a los jueces para que adapten las sentencias a lo que llaman "el proceso de paz", una aberración antidemocrática que los españoles ni siquiera se atrevían a imaginar hace un par de años.
Pero las "diferencias" entre Zapatero y la Justicia no son recientes y vienen de lejos. Poco después de su llegada al poder, en 2004, el gobierno de Zapateo emprendió una macroreforma de la Justicia Española destinada a crear jueces de proximidad y a potenciar la justicia autonómica, pero, sin el menor pudor, optando por contaminar la justicia al permitir que sean los partidos políticos los que elijan a la mayoría de los jueces en los Consejos Autonómicos.
La reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial acentúa la politización de la Justicia en España porque incrementa la participación de los políticos en la designación de cargos judiciales, todo un movimiento político escasamente democrático del actual gobierno.
Los partidos políticos, que, en su obsesión por el poder, se sienten legitimados por el voto ciudadano para cualquier cosa, incluídas algunas terribles vejaciones a la auténtica democracia, siguen disparando sin escrúpulos contra Montequieu y nombrando jueces y representantes en los Tribunales, politizando así una justicia que tiene que ser independiente para que la democracia exista.
Lo grave de las reformas de la justicia puestas en marcha por Zapateo no es sólo que entregue una alta dosis de la administración de la justicia a las autonomías, algo comprensible (aunque injustificable) desde una democracia degenerada y un diseño descentralizado del Estado, sino que no abandona su obsesión por mediatizar y politizar todavía más una justicia, que ya está contaminada por el nombramiento de jueces y representantes por parte de unos partidos políticos que, inexplicablemente, se sienten legitimados para invadir esos territorios sagrados, a pesar de que la auténtica democracia veta esa intromisión y exige un poder judicial independiente y a salvo de los partidos políticos y del poder ejecutivo.