Hace 20 años, cuando cayó el Muro de Berlín, muchos demócratas y defensores de los derechos humanos se dejaron llevar por la euforia y creyeron como idiotas que los déspotas y la peor de las sectas de la Humanidad, la de los adoradores del Estado, habían sido derrotados, cuando lo único que ocurrió es que desapareció el Imperio Soviético. Lo peor de la especie humana, aquellos que anteponen el Estado al indivíduo y sus intereses personales al bien común, los derrotados en la URSS, los que se sienten a gusto practicando la opresión y el dominio, siguen más vivos que nunca y continúan practicando sus dos deportes favoritos: la caza de la libertad y del ciudadano libre.
En 1989, ante la imposibilidad de seguir manteniendo el control de unos estados injustos, opresores, que tenían en contra a sus propios pueblos y que eran económicamente inviables, los déspotas y sátrapas que se habían refugiado en el comunismo deidieron emigrar hacia la democracia, infiltrarse en los estados democráticos y dinamitarlos desde dentro.
La democracia, en manos de estúpidos y mediocres engreídos, solo celebró la fiesta de la "Caída del Muro" y ni siquiera advirtió ese movimiento de infiltración que, en apenas dos décadas, iba casi a destruirla.
Veinte años después, vemos los frutos de aquel enorme descuido y contemplamos cómo nuestras democracias se han pervertido y cómo el espíritu totalitario que anidaba en la URSS y en sus satélites se ha transformado en la "nueva izquierda" y se ha apoderado de muchos partidos políticos y democracias de occidente, convirtiéndo la política en otro estercolero, quizás peor del que construyeron en el indecente "Bloque Soviético".
La gran victoria de los déspotas y de los adoradores del Estado no ha sido travestirse de demócratas y, desde la izquierda, pudrir el sistema, sino infectar también a la derecha con su estatalismo y desprecio al ciudadano, hasta lograr que la única esperanza de los demócratas hoy no sea ya la alternancia, logrando que un partido de derecha sustituya al frente del Estado a la izquierda despota travestida, sino que sea el propio pueblo, con su rebelión, el que limpie la política infectada, corrupta y degradada.
Muchos ciudadanos, frustrados ante el dominio que ejercen los peores, saben ya que la división correcta en política no es entre derechas e izquierdas porque, lamentablemente, unos y otros han abrazado el despotismo, son corruptos y se parecen demasiado, sino entre demócratas y totalitarios. Los primeros creen en el individuo, dueño y soberano de la verdadera democracia, y en sus deberes y derechos, mientras que los totalitarios adoran al Estado y se refugian en él porque lo han transformado en el instrumento útil para dominar y perpetrar sus abusos y crímenes.
Pero el ciudadano consciente también sabe ya que el Estado es un monstruo frío, siempre inclinado a ejercer el poder absoluto y con recursos suficientes para imponer un dominio aplastante. En nuestros tiempos, con la ayuda de los totalitarios enrolados en su servicio, el Estado ha reforzado su arsenal con armas de especial eficiencia, capaces ya de controlar las mentes y corromper las almas a través de la desinformación y la propaganda. Hitler confesó que sus mejores armas para controlar al pueblo alemán habían sido “la confusión mental, los sentimientos contradictorios, la indecisión y el pánico”.
Frente a ese monstruo no existe más defensa que la democracia, pero la democracia, gestionada por canallas, mediocres, cobardes y sinvergüenzas, se ha vuelto abstracta y débil, desarmada de valores e incapaz de ejercer la influencia necesaria en el mundo. Los dirigentes políticos ya no están capacitados para plantarle cara al mal que encierra el Estado porque están incrustados en él y borrachos del boato y de los privilegios que emanan del mismo Estado. Ellos han encontrado justificación para todo, incluso para lo injustificable, y han permitido el florecimiento de la mentira por todas partes.
Ante la cultura de la desesperación a la que nos ha llevado el poder desmoralizado e ineficiente, sólo nos queda la sociedad civil como defensa y esperanza y el ciudadano libre e indomable como único recurso para la victoria.
En 1989, ante la imposibilidad de seguir manteniendo el control de unos estados injustos, opresores, que tenían en contra a sus propios pueblos y que eran económicamente inviables, los déspotas y sátrapas que se habían refugiado en el comunismo deidieron emigrar hacia la democracia, infiltrarse en los estados democráticos y dinamitarlos desde dentro.
La democracia, en manos de estúpidos y mediocres engreídos, solo celebró la fiesta de la "Caída del Muro" y ni siquiera advirtió ese movimiento de infiltración que, en apenas dos décadas, iba casi a destruirla.
Veinte años después, vemos los frutos de aquel enorme descuido y contemplamos cómo nuestras democracias se han pervertido y cómo el espíritu totalitario que anidaba en la URSS y en sus satélites se ha transformado en la "nueva izquierda" y se ha apoderado de muchos partidos políticos y democracias de occidente, convirtiéndo la política en otro estercolero, quizás peor del que construyeron en el indecente "Bloque Soviético".
La gran victoria de los déspotas y de los adoradores del Estado no ha sido travestirse de demócratas y, desde la izquierda, pudrir el sistema, sino infectar también a la derecha con su estatalismo y desprecio al ciudadano, hasta lograr que la única esperanza de los demócratas hoy no sea ya la alternancia, logrando que un partido de derecha sustituya al frente del Estado a la izquierda despota travestida, sino que sea el propio pueblo, con su rebelión, el que limpie la política infectada, corrupta y degradada.
Muchos ciudadanos, frustrados ante el dominio que ejercen los peores, saben ya que la división correcta en política no es entre derechas e izquierdas porque, lamentablemente, unos y otros han abrazado el despotismo, son corruptos y se parecen demasiado, sino entre demócratas y totalitarios. Los primeros creen en el individuo, dueño y soberano de la verdadera democracia, y en sus deberes y derechos, mientras que los totalitarios adoran al Estado y se refugian en él porque lo han transformado en el instrumento útil para dominar y perpetrar sus abusos y crímenes.
Pero el ciudadano consciente también sabe ya que el Estado es un monstruo frío, siempre inclinado a ejercer el poder absoluto y con recursos suficientes para imponer un dominio aplastante. En nuestros tiempos, con la ayuda de los totalitarios enrolados en su servicio, el Estado ha reforzado su arsenal con armas de especial eficiencia, capaces ya de controlar las mentes y corromper las almas a través de la desinformación y la propaganda. Hitler confesó que sus mejores armas para controlar al pueblo alemán habían sido “la confusión mental, los sentimientos contradictorios, la indecisión y el pánico”.
Frente a ese monstruo no existe más defensa que la democracia, pero la democracia, gestionada por canallas, mediocres, cobardes y sinvergüenzas, se ha vuelto abstracta y débil, desarmada de valores e incapaz de ejercer la influencia necesaria en el mundo. Los dirigentes políticos ya no están capacitados para plantarle cara al mal que encierra el Estado porque están incrustados en él y borrachos del boato y de los privilegios que emanan del mismo Estado. Ellos han encontrado justificación para todo, incluso para lo injustificable, y han permitido el florecimiento de la mentira por todas partes.
Ante la cultura de la desesperación a la que nos ha llevado el poder desmoralizado e ineficiente, sólo nos queda la sociedad civil como defensa y esperanza y el ciudadano libre e indomable como único recurso para la victoria.
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