Existe unanimidad en los grandes pensadores políticos al afirmar que el nacionalismo es excluyente y la democracia es un sistema de integración, lo que hace que nacionalismo y democracia sean incompatibles y que no puedan convivir. La Cataluña que está seriamente dividida y enfrentada por el nacionalismo y el independentismo no es una sociedad democrática, pero no sólo por esa incompatibilidad grave entre nacionalismo y democracia, sino porque en Cataluña no se cumple ni una sola regla básica del sistema democrático.
En Cataluña no hay transparencia, cuando la democracia exige una transparencia absoluta; ni impera la ley, que en Cataluña no es respetada; ni la ley en Cataluña es igual para todos porque se aplica de manera desigual y arbitraria; ni existe separación e independencia en el funcionamiento de los poderes básicos del Estados (Ejecutivo, Legislativo y Judicial); ni existe una sociedad civil organizada, funcionando de manera independiente del gobierno; ni hay respeto a los derechos fundamentales; ni los medios de comunicación, en su inmensa mayoría subvencionados y sometidos a la Generalitat, son libres, ni garantizan la información veraz al ciudadano, la crítica plural y la fiscalización de los grandes poderes.
La democracia es una cultura de diálogo, unión y consenso, que resuelve siempre las contradicciones de manera pacífica y bajo el imperio de la ley, mientras que el nacionalismo resalta las diferencias sin que le interese resolverlas, busca la separación y potencia todo lo que conlleva diferencias y conduce a separar, distinguir y odiar.
Cataluña está alejada de la democracia no solo porque incumpla sus reglas y normas sino porque su esencia actual es contraria a la filosofía de la democracia, que es respetuosa con las leyes, integradora, dialogante, tolerante, limpia y abierta siempre al acuerdo en la discrepancia. La Cataluña nacionalista es rencorosa, pendenciera, cargada de odio, corrupta y tan rígida e inflexible que el diálogo y el consenso son prácticamente imposibles.
La corrupción está incrustada en el ADN de la clase política catalana, especialmente en Convergencia Democrática de Cataluña (CDC), un partido cargado de fechorías y de imputados. La corrupción pública, como el nacionalismo, también es una enfermedad incompatible con la democracia.
El incumplimiento de las sentencias de los grandes tribunales, la siembra de odio hacia España y la intolerancia del nacionalismo con los que piensan distinto son otros rasgos catalanes incompatibles con la democracia y con suficiente fuerza para "degradar" la sociedad y deslegitimar a sus dirigentes.
Cataluña es una fruta podrida desde hace mucho tiempo y en las últimas décadas la podredumbre ha avanzado rauda y con fuerza, ante la complicidad o la impasividad cobarde de políticos españoles que han convivido con la corrupción, el delito y el déficit democrático de Cataluña sólo porque convenía a sus intereses y porque los votos catalanes eran imprescindibles para gobernar, una vergüenza que convierte el drama catalán un una responsabilidad que afecta a toda la clase política española, sobre todo a los dos grandes partidos, PP y PSOE, sucios cómplices, hasta hace poco, del nacionalismo que ahora combaten.
En Cataluña no hay transparencia, cuando la democracia exige una transparencia absoluta; ni impera la ley, que en Cataluña no es respetada; ni la ley en Cataluña es igual para todos porque se aplica de manera desigual y arbitraria; ni existe separación e independencia en el funcionamiento de los poderes básicos del Estados (Ejecutivo, Legislativo y Judicial); ni existe una sociedad civil organizada, funcionando de manera independiente del gobierno; ni hay respeto a los derechos fundamentales; ni los medios de comunicación, en su inmensa mayoría subvencionados y sometidos a la Generalitat, son libres, ni garantizan la información veraz al ciudadano, la crítica plural y la fiscalización de los grandes poderes.
La democracia es una cultura de diálogo, unión y consenso, que resuelve siempre las contradicciones de manera pacífica y bajo el imperio de la ley, mientras que el nacionalismo resalta las diferencias sin que le interese resolverlas, busca la separación y potencia todo lo que conlleva diferencias y conduce a separar, distinguir y odiar.
Cataluña está alejada de la democracia no solo porque incumpla sus reglas y normas sino porque su esencia actual es contraria a la filosofía de la democracia, que es respetuosa con las leyes, integradora, dialogante, tolerante, limpia y abierta siempre al acuerdo en la discrepancia. La Cataluña nacionalista es rencorosa, pendenciera, cargada de odio, corrupta y tan rígida e inflexible que el diálogo y el consenso son prácticamente imposibles.
La corrupción está incrustada en el ADN de la clase política catalana, especialmente en Convergencia Democrática de Cataluña (CDC), un partido cargado de fechorías y de imputados. La corrupción pública, como el nacionalismo, también es una enfermedad incompatible con la democracia.
El incumplimiento de las sentencias de los grandes tribunales, la siembra de odio hacia España y la intolerancia del nacionalismo con los que piensan distinto son otros rasgos catalanes incompatibles con la democracia y con suficiente fuerza para "degradar" la sociedad y deslegitimar a sus dirigentes.
Cataluña es una fruta podrida desde hace mucho tiempo y en las últimas décadas la podredumbre ha avanzado rauda y con fuerza, ante la complicidad o la impasividad cobarde de políticos españoles que han convivido con la corrupción, el delito y el déficit democrático de Cataluña sólo porque convenía a sus intereses y porque los votos catalanes eran imprescindibles para gobernar, una vergüenza que convierte el drama catalán un una responsabilidad que afecta a toda la clase política española, sobre todo a los dos grandes partidos, PP y PSOE, sucios cómplices, hasta hace poco, del nacionalismo que ahora combaten.