En Roma, a los ciudadanos se les entretenía con pan y circo; en España, el régimen franquista les daba estadios y partidos de fútbol y, ahora, en esta democracia debilitada, se les provee del anfiteatro televisivo, circo de zafiedad, en que el pobre espectador, consumidor del celular, participa en concursos y juegos, opta por un mozalbete que salta contonea y grita, para ganarse la fama; interviene en tertulias de famoseo, separaciones y querellas y se regodea con programas de bazofia removida.
En Francia ha entrado por vía política. Ségolène Royal, candidata socialista en las presidenciales del 22 de abril, ante el hastío del ciudadano por la conducta y gestión de los políticos, ha propuesto la revolucionaria idea de implantar unos «jurados populares» que califiquen y juzguen la labor de los cargos públicos. La Sra. Royal ha prometido una «reforma institucional» en el sentido de que esos comités evalúen las actuaciones públicas, aunque «sin capacidad de sanción». Este propósito, que ella titula «democracia participativa», renace de las entrañas de la izquierda demagógica, con vistas a complacer al 60% de los franceses que considera «corruptos» a sus políticos. Royal ha desconcertado a los suyos y airado a los conservadores que tildan el plan «de visión un poco extraña de la democracia, propia de la revolución cultural de Mao Tse Tung» y que mermará la «democracia representativa» vigente.
Aquí, en España, la democracia herida y degradada está clamando por la constitución de unos Consejos Populares, elegidos en secreto y con reserva, que valoren y censuren la gestión de los políticos y las instituciones en relación a su eficacia y limpieza en el esfuerzo por el bien común. Es preciso poner límites al desmadre, purificar y desinfectar la cloaca de podredumbre y sajar la corrupción con la inmediata devolución de lo mangado y posterior castigo. Esto que llaman democracia discurre por desfiladeros de estafas y robos, atorada de fraudes y fechorías, entre la pestilencia de la impunidad, insolencia e indignidad. No va haber sitio en las cárceles, para tanto rufián. Son muchas las Marbellas que la acosan. Son muchas las instituciones y corporaciones con su corte de usurpadores y tramposos que arrastra esa riada pestilente, tumor cancerígeno del poder. Los políticos lo saben, todos los partidos están en los entresijos y el pueblo lo conoce. La democracia no ha hallado la fórmula de la financiación legal de los partidos políticos. «La Nación, dice Clandestino, conformando una casta mafiosa, afincada en los distintos poderes, que se blinda bajo garantías legales que, a su vez, someten, reprimen, tiranizan y dejan en la total indefensión al pueblo, víctima de sus fechorías, se ha configurado en general, como albergue de forajidos asesinos, terroristas, corruptos, nazis, fascistas, traidores, rencorosos y agresores. Una sociedad que lo consiente, antes o después, pagará un alto precio».
Lo sorprendente es que la gente sigue votando, y que se le sigue pidiendo el voto. Aumenta la delincuencia, la inseguridad y la desprotección ciudadana que demanda más eficientes servicios, pero los dineros, contantes y anónimos, se reparten y caen en los bolsillos y vuelan hacia Bancos escondidos. Y, con esos, se pagan muchos electores repetitivos, comprados y agradecidos.
Cicerón
En Francia ha entrado por vía política. Ségolène Royal, candidata socialista en las presidenciales del 22 de abril, ante el hastío del ciudadano por la conducta y gestión de los políticos, ha propuesto la revolucionaria idea de implantar unos «jurados populares» que califiquen y juzguen la labor de los cargos públicos. La Sra. Royal ha prometido una «reforma institucional» en el sentido de que esos comités evalúen las actuaciones públicas, aunque «sin capacidad de sanción». Este propósito, que ella titula «democracia participativa», renace de las entrañas de la izquierda demagógica, con vistas a complacer al 60% de los franceses que considera «corruptos» a sus políticos. Royal ha desconcertado a los suyos y airado a los conservadores que tildan el plan «de visión un poco extraña de la democracia, propia de la revolución cultural de Mao Tse Tung» y que mermará la «democracia representativa» vigente.
Aquí, en España, la democracia herida y degradada está clamando por la constitución de unos Consejos Populares, elegidos en secreto y con reserva, que valoren y censuren la gestión de los políticos y las instituciones en relación a su eficacia y limpieza en el esfuerzo por el bien común. Es preciso poner límites al desmadre, purificar y desinfectar la cloaca de podredumbre y sajar la corrupción con la inmediata devolución de lo mangado y posterior castigo. Esto que llaman democracia discurre por desfiladeros de estafas y robos, atorada de fraudes y fechorías, entre la pestilencia de la impunidad, insolencia e indignidad. No va haber sitio en las cárceles, para tanto rufián. Son muchas las Marbellas que la acosan. Son muchas las instituciones y corporaciones con su corte de usurpadores y tramposos que arrastra esa riada pestilente, tumor cancerígeno del poder. Los políticos lo saben, todos los partidos están en los entresijos y el pueblo lo conoce. La democracia no ha hallado la fórmula de la financiación legal de los partidos políticos. «La Nación, dice Clandestino, conformando una casta mafiosa, afincada en los distintos poderes, que se blinda bajo garantías legales que, a su vez, someten, reprimen, tiranizan y dejan en la total indefensión al pueblo, víctima de sus fechorías, se ha configurado en general, como albergue de forajidos asesinos, terroristas, corruptos, nazis, fascistas, traidores, rencorosos y agresores. Una sociedad que lo consiente, antes o después, pagará un alto precio».
Lo sorprendente es que la gente sigue votando, y que se le sigue pidiendo el voto. Aumenta la delincuencia, la inseguridad y la desprotección ciudadana que demanda más eficientes servicios, pero los dineros, contantes y anónimos, se reparten y caen en los bolsillos y vuelan hacia Bancos escondidos. Y, con esos, se pagan muchos electores repetitivos, comprados y agradecidos.
Cicerón