España es mundialmente conocida porque sus políticos nunca dimiten, ni siquiera cuando sus errores y carencias son sangrantes y humillan a los ciudadanos. Nuestro corresponsal en Washington nos dice que en Estados Unidos, un país donde el Fiscal General del Estado, cargo equivalente al de Ministro de Justicia en España, habría tenido que dimitir con uno sólo de los cinco grandes fallos recientes que ensucian el curriculum ministerial de Bermejo, llaman ya "comportamiento español" a la antidemocrática y corrupta costumbre política de no asumir las responsabilidades desde el poder y negarse a dimitir.
El ministro Bermejo ha acumulado en los últimos meses un balance sobrecogedor que habría obligado a dimitir a cualquier colega suyo en cualquier democracia occidental, incluso en las más devaluadas e imperfectas. Su rosario de errores comenzó con el dinero que despilfarró al reconstruir su vivienda de lujo en vísperas de las elecciones generales, al que siguieron otros "dramas" que le afectan directamente como los terribles fallos de la Justicia en el caso de la niña Mary Luz, cuyo asesino estaba en libertad por errores judiciales inexplicables y reiterados; la impunidad del terrorista del GRAPO, Marcos Martín, en libertad, pese a haber asesinado a un policía, también por error y desidia del sistema judicial español, la reciente detención y posterior inexplicable liberación de una banda violenta de ladrones albanokosovares, la cual, una vez en libertad, cometió nada menos que una veintena de nuevos robos y asaltos en polítigonos industriales de Madrid y, por último, la dañina huelga de los funcionarios de la Justicia española, un conflicto largo que tenía que haberse solucionado antes y cuya duración retrasará años la tramitación de expedientes y las sentencias en los ya lentos y atiborrados tribunales españoles, generando indefensión, frustración y provocando que muchos delitos prescriban.
Pero lo peor del caso del ministro Bermejo no es que él no dimita sino que su jefe, el presidente del gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero, exhibiendo una arrogancia más propia de una dictadura que de una democracia, parece decidido a confirmar en su cargo a un ministro evidentemente fracasado y denostado por la ciudadanía y por la mayoría de los medios de comunicación.
El ministro Bermejo ha acumulado en los últimos meses un balance sobrecogedor que habría obligado a dimitir a cualquier colega suyo en cualquier democracia occidental, incluso en las más devaluadas e imperfectas. Su rosario de errores comenzó con el dinero que despilfarró al reconstruir su vivienda de lujo en vísperas de las elecciones generales, al que siguieron otros "dramas" que le afectan directamente como los terribles fallos de la Justicia en el caso de la niña Mary Luz, cuyo asesino estaba en libertad por errores judiciales inexplicables y reiterados; la impunidad del terrorista del GRAPO, Marcos Martín, en libertad, pese a haber asesinado a un policía, también por error y desidia del sistema judicial español, la reciente detención y posterior inexplicable liberación de una banda violenta de ladrones albanokosovares, la cual, una vez en libertad, cometió nada menos que una veintena de nuevos robos y asaltos en polítigonos industriales de Madrid y, por último, la dañina huelga de los funcionarios de la Justicia española, un conflicto largo que tenía que haberse solucionado antes y cuya duración retrasará años la tramitación de expedientes y las sentencias en los ya lentos y atiborrados tribunales españoles, generando indefensión, frustración y provocando que muchos delitos prescriban.
Pero lo peor del caso del ministro Bermejo no es que él no dimita sino que su jefe, el presidente del gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero, exhibiendo una arrogancia más propia de una dictadura que de una democracia, parece decidido a confirmar en su cargo a un ministro evidentemente fracasado y denostado por la ciudadanía y por la mayoría de los medios de comunicación.
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