Olvidando aquello que dijo Hobbes de que "el hombre es un lobo para el hombre", los ciudadanos españoles, incultos, sin experiencia democrática y desconocedores de los peligros que encierra una política sin controles férreos, hemos bailado durante tres décadas, temerariamente, con los políticos, la especie más depredadora de la familia de los lobos, hasta que nos han arrebatado el poder, se han apropiado de nuestro destino y han convertido la democracia española en una pocilga.
Cuando murió Franco abrimos los brazos para recibir a los partidos políticos sin advertir el peligro que representaba un poder político sin control. Los partidos, aplaudidos por unos ciudadanos ilusos y temerarios, penetraron en nuestras vidas, se apoderaron sin pudor del Estado, ocuparon la sociedad civil y nos dijeron que ellos, al ser elegidos en las urnas, tenían todo el derecho a mandar y que nuestro papel se limitaba a obedecer y a votar cada cuatro años.
Nada dijeron de que la democracia, sin límites estrictos al poder y controles ciudadanos, no es democracia. Nos vendieron aquello como una "democracia", cuando en realidad era una sucia "oligogracia" de partidos y los españoles, sin suficiente cultura democrática y después de haber padecido casi cuarenta años de Franquismo, les creímos y aceptamos sin rechistar aquel nuevo "régimen", que en realidad era una nueva dictadura, pero esta vez de partidos y de políticos profesionales legalizados por las urnas.
Nos engañaron como a pardillos y creímos que aquel sistema de partidos omnipotentes, de instituciones carentes de control ciudadano y de políticos impunes era una democracia, cuando era, precisamente, su lado opuesto, la oligocracia.
No contentos con haber delegado en los políticos la voluntad política, reducto de libertad que jamás debe delegarse, y de abrirles las puertas de nuestro destino, hicimos algo peor: les reímos las gracias y las indecencias cuando empezaron a mostrar su rostro depredador y a dinamitar la coraza ética de la sociedad. Reímos o aplaudimos cuando dijeron "no" y después "sí" a la OTAN, cuando le arrebataron a Ruiz Mateos su imperio empresarial y muchos hasta se sintieron felices al ver al Estado, presuntamente democrático y sujeto a Derecho, crear los GAL para asesinar a sus enemigos.
La historia del desastre comenzó con la Constitución de 1978, presentada por los políticos como un gran logro del consenso, cuando en realidad fue un adefesio que no establecía control alguno al poder de los políticos, que no consagraba la democracia sino la partitocracia y que blindaba y convertía en impune a la clase política, que pasó a ocupar el espacio dejado libre por los oligarcas del Franquismo, heredando sus privilegios, su elitismo y su antidemocrática impunidad.
Después vino el trabajo de demolición que realizaron nuestros dirigentes políticos, vergonzosos protagonistas de actuaciones y declaraciones inmorales y promotores de ideas y principios que hoy nos ruborizan a todos los demócratas, pero que, en su momento, fueron aplaudidos por un pueblo que, sin saberlo, cavaba su tumba y apostaba por su esclavitud futura.
El primero en escupir sobre los valores políticos fue Enrique Tierno Galván, alcalde de Madrid, cuando declaró que "las promesas electorales están para no cumplirlas". En lugar de echarlo del poder al oír aquella indecencia, los ciudadanos de entonces le rieron la gracia al viejo profesor.
El segundo en arrojar inmundicia fue Alfonso Guerra, cuando decretó la "muerte de Montesquieu". Los españoles, enamorados como tontos de unos partidos políticos que ya entonces luchaban por someternos, volvieron a reírle la gracia al sevillano, a pesar de que estaba anunciando nada menos que el asesinato de la Justicia y el fin del principio fundamental de la democracia: el de la separación y la independencia de los poderes básicos del Estado.
El siguiente paso hacia la pocilga ética nacional lo dio el ministro Sochaga, cuando expresó en público, con orgullo imbécil, aquello de que España era el país donde "uno puede hacerse rico en menos tiempo".
La gente empezó a hacer aquello que hacían los poderosos y que proclamaba el ministro y la pillería y la corrupción se extendieron como la pólvora. Todos volvieron a reír, inconscientes de que estaban abriendo las puertas de España a esas manadas de corruptos, aprovechados y sinvergüenzas que nos han invadido y que han corrumpido la vida política y económica de la nación, desde los Filesas y los Malesas a los Gil y Gil, a los constructores depredadores, a los alcaldes y concejales trincones y los sátrapas actuales que se atreven a comprar coches de lujo, de casi medio millón de euros, con dinero público, mientras millones de sus compatriotas pierden el trabajo y pasan hambre.
Cuando Felipe González hizo famosa la frase importada de china "Gato blanco o gato negro da igual; lo importante es que cace ratones", todos admiramos el ingenio de la sentencia, pero no supimos descubrir que aquello significaba nada menos que "el fin justifica los medios", un principio nefasto que manda la ética al exilio y que conduce hacia la opresión, la tiranía y la ruína de los valores y los principios.
Más tarde, ya en plena prosperidad, se consagró la indecencia y surgieron por doquier profetas de lo inmoral y maestros de la inmundicia, gente que decía en público, entre risas de periodistas y regocijo ciudadano, cosas como "en política vale todo", "al amigo hasta el culo y al enemigo por el culo", "al enemigo ni agua", "quien no está conmigo está contra mí" o aquel monumento a la indecencia de que "no hay que dejar heridos en el camino, sino sólo cadáveres". Los que propagaban aquellas inmoralidades, corroyendo con apestoso ácido la sociedad española, a la que la larga dictadura había hecho demasiado inocente, inexperta e indefensa para rechazar a los politicuchos y a toda la "casta" de los nuevos amos que se adueñaban del poder, eran dirigentes políticos, muchas veces electos, que llegaban a ocupar hasta ministerios. Aquellos fueron los precursores que hicieron posible que el recién dimitido ministro de justicia Bermejo pudiera decir que la ley se aplica en España "según convenga a la jugada", sin que ocurra nada.
La demolición de la ética desde la cúspide del poder envileció a la sociedad española y a muchos ciudadanos, que ya dejaron de devolver el dinero que le daban de más en las tiendas, se acostumbraron a no fiarse de nadie, a robar "como políticos", a dormir con las puertas de sus hogares cerradas y a soportar atropellos como el de Aznar, que nos llevó a la guerra de Irak a pesar de que la inmensa mayoría de los españoles no quería ir, o como el de Zapatero, que reparte dinero español por el mundo a manos llenas, olvidándose del hambre de sus compatriotas, que otorga a los catalanes un Estatuto desigual, o que negocia secretamente con ETA, después de prometer que no lo haría.
Hoy, con la pillería, la desconfianza y la corrupción ya incrustadas en el tuétano del sistema y con los políticos atrincherados en un poder que han configurado a su gusto, sin controles ni cautelas ciudadanas, resulta casi imposible curar al enfermo. Muchos pensadores creen, incluso, que en España ya no es posible regenerar una democracia demasiado podrida y que hay que reinstaurarla desde la base, pero esta vez sin cometer errores, con los ciudadanos soberanos vigilando la limpieza del sistema, expulsando a la clase política de la sociedad civil y de instituciones que deben ser libres y que ellos han ocupado (como las universidades, sindicatos, cajas de ahorro, etc), exigiendo ética y decencia a los servidores públicos, eligiendo libremente a nuestros representantes, rodeando a los electos de cerrojos, jaulas y cautelas, limitando el poder de los partidos y convirtiendo al ciudadano no en el despojo inservible y manipulable que es hoy, sino en el verdadero soberano del sistema.
Cuando murió Franco abrimos los brazos para recibir a los partidos políticos sin advertir el peligro que representaba un poder político sin control. Los partidos, aplaudidos por unos ciudadanos ilusos y temerarios, penetraron en nuestras vidas, se apoderaron sin pudor del Estado, ocuparon la sociedad civil y nos dijeron que ellos, al ser elegidos en las urnas, tenían todo el derecho a mandar y que nuestro papel se limitaba a obedecer y a votar cada cuatro años.
Nada dijeron de que la democracia, sin límites estrictos al poder y controles ciudadanos, no es democracia. Nos vendieron aquello como una "democracia", cuando en realidad era una sucia "oligogracia" de partidos y los españoles, sin suficiente cultura democrática y después de haber padecido casi cuarenta años de Franquismo, les creímos y aceptamos sin rechistar aquel nuevo "régimen", que en realidad era una nueva dictadura, pero esta vez de partidos y de políticos profesionales legalizados por las urnas.
Nos engañaron como a pardillos y creímos que aquel sistema de partidos omnipotentes, de instituciones carentes de control ciudadano y de políticos impunes era una democracia, cuando era, precisamente, su lado opuesto, la oligocracia.
No contentos con haber delegado en los políticos la voluntad política, reducto de libertad que jamás debe delegarse, y de abrirles las puertas de nuestro destino, hicimos algo peor: les reímos las gracias y las indecencias cuando empezaron a mostrar su rostro depredador y a dinamitar la coraza ética de la sociedad. Reímos o aplaudimos cuando dijeron "no" y después "sí" a la OTAN, cuando le arrebataron a Ruiz Mateos su imperio empresarial y muchos hasta se sintieron felices al ver al Estado, presuntamente democrático y sujeto a Derecho, crear los GAL para asesinar a sus enemigos.
La historia del desastre comenzó con la Constitución de 1978, presentada por los políticos como un gran logro del consenso, cuando en realidad fue un adefesio que no establecía control alguno al poder de los políticos, que no consagraba la democracia sino la partitocracia y que blindaba y convertía en impune a la clase política, que pasó a ocupar el espacio dejado libre por los oligarcas del Franquismo, heredando sus privilegios, su elitismo y su antidemocrática impunidad.
Después vino el trabajo de demolición que realizaron nuestros dirigentes políticos, vergonzosos protagonistas de actuaciones y declaraciones inmorales y promotores de ideas y principios que hoy nos ruborizan a todos los demócratas, pero que, en su momento, fueron aplaudidos por un pueblo que, sin saberlo, cavaba su tumba y apostaba por su esclavitud futura.
El primero en escupir sobre los valores políticos fue Enrique Tierno Galván, alcalde de Madrid, cuando declaró que "las promesas electorales están para no cumplirlas". En lugar de echarlo del poder al oír aquella indecencia, los ciudadanos de entonces le rieron la gracia al viejo profesor.
El segundo en arrojar inmundicia fue Alfonso Guerra, cuando decretó la "muerte de Montesquieu". Los españoles, enamorados como tontos de unos partidos políticos que ya entonces luchaban por someternos, volvieron a reírle la gracia al sevillano, a pesar de que estaba anunciando nada menos que el asesinato de la Justicia y el fin del principio fundamental de la democracia: el de la separación y la independencia de los poderes básicos del Estado.
El siguiente paso hacia la pocilga ética nacional lo dio el ministro Sochaga, cuando expresó en público, con orgullo imbécil, aquello de que España era el país donde "uno puede hacerse rico en menos tiempo".
La gente empezó a hacer aquello que hacían los poderosos y que proclamaba el ministro y la pillería y la corrupción se extendieron como la pólvora. Todos volvieron a reír, inconscientes de que estaban abriendo las puertas de España a esas manadas de corruptos, aprovechados y sinvergüenzas que nos han invadido y que han corrumpido la vida política y económica de la nación, desde los Filesas y los Malesas a los Gil y Gil, a los constructores depredadores, a los alcaldes y concejales trincones y los sátrapas actuales que se atreven a comprar coches de lujo, de casi medio millón de euros, con dinero público, mientras millones de sus compatriotas pierden el trabajo y pasan hambre.
Cuando Felipe González hizo famosa la frase importada de china "Gato blanco o gato negro da igual; lo importante es que cace ratones", todos admiramos el ingenio de la sentencia, pero no supimos descubrir que aquello significaba nada menos que "el fin justifica los medios", un principio nefasto que manda la ética al exilio y que conduce hacia la opresión, la tiranía y la ruína de los valores y los principios.
Más tarde, ya en plena prosperidad, se consagró la indecencia y surgieron por doquier profetas de lo inmoral y maestros de la inmundicia, gente que decía en público, entre risas de periodistas y regocijo ciudadano, cosas como "en política vale todo", "al amigo hasta el culo y al enemigo por el culo", "al enemigo ni agua", "quien no está conmigo está contra mí" o aquel monumento a la indecencia de que "no hay que dejar heridos en el camino, sino sólo cadáveres". Los que propagaban aquellas inmoralidades, corroyendo con apestoso ácido la sociedad española, a la que la larga dictadura había hecho demasiado inocente, inexperta e indefensa para rechazar a los politicuchos y a toda la "casta" de los nuevos amos que se adueñaban del poder, eran dirigentes políticos, muchas veces electos, que llegaban a ocupar hasta ministerios. Aquellos fueron los precursores que hicieron posible que el recién dimitido ministro de justicia Bermejo pudiera decir que la ley se aplica en España "según convenga a la jugada", sin que ocurra nada.
La demolición de la ética desde la cúspide del poder envileció a la sociedad española y a muchos ciudadanos, que ya dejaron de devolver el dinero que le daban de más en las tiendas, se acostumbraron a no fiarse de nadie, a robar "como políticos", a dormir con las puertas de sus hogares cerradas y a soportar atropellos como el de Aznar, que nos llevó a la guerra de Irak a pesar de que la inmensa mayoría de los españoles no quería ir, o como el de Zapatero, que reparte dinero español por el mundo a manos llenas, olvidándose del hambre de sus compatriotas, que otorga a los catalanes un Estatuto desigual, o que negocia secretamente con ETA, después de prometer que no lo haría.
Hoy, con la pillería, la desconfianza y la corrupción ya incrustadas en el tuétano del sistema y con los políticos atrincherados en un poder que han configurado a su gusto, sin controles ni cautelas ciudadanas, resulta casi imposible curar al enfermo. Muchos pensadores creen, incluso, que en España ya no es posible regenerar una democracia demasiado podrida y que hay que reinstaurarla desde la base, pero esta vez sin cometer errores, con los ciudadanos soberanos vigilando la limpieza del sistema, expulsando a la clase política de la sociedad civil y de instituciones que deben ser libres y que ellos han ocupado (como las universidades, sindicatos, cajas de ahorro, etc), exigiendo ética y decencia a los servidores públicos, eligiendo libremente a nuestros representantes, rodeando a los electos de cerrojos, jaulas y cautelas, limitando el poder de los partidos y convirtiendo al ciudadano no en el despojo inservible y manipulable que es hoy, sino en el verdadero soberano del sistema.