Cristina Almeida, antigia dirigente comunista, hoy, como muchos otros correligionario suyos, afiliada al PSOE, dice ahora que nunca quemaría un libro de César Vidal ni de otros escritores contrarios a sus ideas, pero muchos sospechamos que lo afirma sólo porque la España civilizada se le ha echado encima, indignada ante la agria y fascista manifestación de su alma totalitaria.
Almeida había dicho poco antes que cuando iba al Corte Inglés y veía libros del locutor de la Cadena COPE y de "otros" escritores, sentía ganas de "prenderle fuego a todo el stand".
¿Cual es su verdadero sentimiento, el primero o el segundo? Hay razones más que suficientes para sospechar que el sentimiento más sincero y auténtico fue el primero, si se tiene en cuenta el pasado comunista de Cristina y el comportamiento de los líderes históricos de su tribu ideológica: Lenin, Stalin, Andropov y otros, que "sí" quemaron libros y que llegaron tadavía más lejos, a quitar la vida a sus adversarios ideológicos.
Cristina, como muchos otros (no todos) militantes de la gran tribu de la izquierda española "progre", se ha adaptado a la democracia, lo que no quiere decir, ni mucho menos, que comparta los principios de esa democracia o que crea en la misma democracia de inspiración liberal en la que creemos casi todos los ciudadanos. Ella, con otros muchos miembros de la "progresía", no creen en la democracia clásica, basada en los criterios heredados de Atenas, Roma y de las ciudades medievales libres, en la que el pueblo es soberano y el gobierno debe estar bajo vigilancia y control cívico, sometido a la crítica y funcionando bajo el criterio de la separación de poderes. Creen más bien en una democracia híbrida, en una mezcla inestable entre la verdadera democracia liberal, basada en las libertades y derechos individuales, y aquella funesta "democracia popular" que idearon los próceres de su tribu, en la que el Estado predomina sobre el individuo y en la que los adversarios que ponen en peligro el monopolio del poder de las élites preparadas para gobernar deben ser por lo menos neutralizados.
He encontrado demasiadas veces esa falsa democracia en el fondo del cerebro de muchos militantes y cuadros de Izquierda Unida y del PSOE. Conversando con ellos y cuando uno reivindica más democracia y respeto a los ciudadanos, ellos, inevitablemente, argumentan que eso del respeto al ciudadano "es relativo", que el gobierno ha sido elegido para tomar decisiones y que "lo importante es mejorar la sociedad". Sin admitirlo abiertamente, permiten que afloren sus creencias íntimas: que el fin justifica los medios y que el poder político, como predica el leninismo puro, tiene derecho a transformar la sociedad, aunque sea pasando por encima del ciudadano.
El alma siempre aflora y es difícil de mantener bajo control. Es lo que le ha ocurrido recientemente, por desgracia, a Cristina Almeida, de la que teníamos un recuerdo político aceptable, cuando expresó su deseo, coincidente con los de Hitler, Stalin, Mao, Pol Pot y otros canallas del pensamiento único en la Historia, de quemar los libros del pensamiento adversario.
Almeida había dicho poco antes que cuando iba al Corte Inglés y veía libros del locutor de la Cadena COPE y de "otros" escritores, sentía ganas de "prenderle fuego a todo el stand".
¿Cual es su verdadero sentimiento, el primero o el segundo? Hay razones más que suficientes para sospechar que el sentimiento más sincero y auténtico fue el primero, si se tiene en cuenta el pasado comunista de Cristina y el comportamiento de los líderes históricos de su tribu ideológica: Lenin, Stalin, Andropov y otros, que "sí" quemaron libros y que llegaron tadavía más lejos, a quitar la vida a sus adversarios ideológicos.
Cristina, como muchos otros (no todos) militantes de la gran tribu de la izquierda española "progre", se ha adaptado a la democracia, lo que no quiere decir, ni mucho menos, que comparta los principios de esa democracia o que crea en la misma democracia de inspiración liberal en la que creemos casi todos los ciudadanos. Ella, con otros muchos miembros de la "progresía", no creen en la democracia clásica, basada en los criterios heredados de Atenas, Roma y de las ciudades medievales libres, en la que el pueblo es soberano y el gobierno debe estar bajo vigilancia y control cívico, sometido a la crítica y funcionando bajo el criterio de la separación de poderes. Creen más bien en una democracia híbrida, en una mezcla inestable entre la verdadera democracia liberal, basada en las libertades y derechos individuales, y aquella funesta "democracia popular" que idearon los próceres de su tribu, en la que el Estado predomina sobre el individuo y en la que los adversarios que ponen en peligro el monopolio del poder de las élites preparadas para gobernar deben ser por lo menos neutralizados.
He encontrado demasiadas veces esa falsa democracia en el fondo del cerebro de muchos militantes y cuadros de Izquierda Unida y del PSOE. Conversando con ellos y cuando uno reivindica más democracia y respeto a los ciudadanos, ellos, inevitablemente, argumentan que eso del respeto al ciudadano "es relativo", que el gobierno ha sido elegido para tomar decisiones y que "lo importante es mejorar la sociedad". Sin admitirlo abiertamente, permiten que afloren sus creencias íntimas: que el fin justifica los medios y que el poder político, como predica el leninismo puro, tiene derecho a transformar la sociedad, aunque sea pasando por encima del ciudadano.
El alma siempre aflora y es difícil de mantener bajo control. Es lo que le ha ocurrido recientemente, por desgracia, a Cristina Almeida, de la que teníamos un recuerdo político aceptable, cuando expresó su deseo, coincidente con los de Hitler, Stalin, Mao, Pol Pot y otros canallas del pensamiento único en la Historia, de quemar los libros del pensamiento adversario.