Es un peligroso delincuente golpista, pero se siente un héroe por culpa de la torpeza y el desprestigio de España
Cada día somos más los españoles que pensamos que España está tan enferma y podrida que debe empezar de nuevo.
El varapalo de la justicia alemana, que probablemente se ha extralimitado al juzgar la intensidad de la violencia desatada en Cataluña, sólo es explicable desde la falta de prestigio y peso de nuestro país en el plano internacional, provocado por la corrupción, las más que evidentes carencias de nuestro sistema democrático y por el creciente y escandaloso divorcio entre los políticos y los ciudadanos españoles.
Los jueces alemanes nunca se habrían atrevido a hacer lo que han hecho con la euroorden española si el prófugo hubiera sido reclamado por Francia, Estados Unidos o Gran Bretaña.
Asuntos como la truculenta salida al mercado de Bankia, la estafa de Urdangarín, la maloliente Trama Gürtel, el inexplicable asesinato del Banco Popular, el juicio a los EREs en Andalucía y el falso Máster de Cristina Cifuentes, entre otros muchos, han venido minando el prestigio internacional de España y pasan factura, como también corroen el prestigio del sistema español esas encuestas en las que los ciudadanos señalan a los partidos y a los políticos como uno de los grandes problemas de España.
La libertad y el prestigio del golpista delincuente Puigdemont, un tipo que en cualquier otro país serio del mundo estaría ya condenado y encarcelado de por vida por haber conducido a su nación hasta el borde de la guerra, es una de las facturas que España tiene que pagar por su déficit en democracia y por el mal gobierno y el pésimo estilo de su clase gobernante.
Los alemanes saben que los mismos que ahora persiguen a Puigdemont han estado pactando con los independentistas y permitiéndoles todo tipo de abusos, a cambio de votos, durante varias décadas. Y eso se paga, aunque no nos guste.
Los alemanes saben que los políticos españoles nunca dimiten, que sus partidos son demasiado poderosos, que la clase política está protegida por demasiados aforamientos y que el Estado español ha crecido de manera suicida, sólo porque interesaba a los políticos, convirtiéndose en un monstruo imposible de financiarse, con más políticos a sueldo que Alemania, Francia e Inglaterra juntos. Y eso se paga, aunque no nos guste.
Los alemanes conocen la borrachera de privilegios que disfrutan los políticos españoles mientras el pueblo es sometido a recortes que deterioran hasta los servicios básicos, que los partidos políticos españoles se financian con fondos públicos generosos, aunque el pueblo no quiera, que la democracia española ha sido despojada de los controles que el sistema establece para limitar el poder de los partidos y de los gobiernos y que la lucha de la clase política contra la corrupción es una pantomima. Y todo eso se paga y se está pagando.
Aunque duela y desate la ira de los poderosos que viven tan a gusto dentro del actual sistema, hay que admitir, con todas las consecuencias, que la falsa democracia española está tan deteriorada y podrida que su única solución es resetear el sistema y empezar de nuevo, ahora con políticos decentes e instaurando una verdadera democracia ciudadana, con leyes iguales para todos, con una fuerte armadura ética, sin golfos incrustados en el Estado, con los poderes separados, con partidos bajo vigilancia y control, que crean y practiquen la democracia y con todos los cautelas y frenos que establece la democracia para controlar el poder.
Tal como está ahora, con su Justicia politizada, con su clase política descontrolada y con la ética del poder hecha añicos, España es un país tullido que avergüenza, carece de prestigio y respeto internacional, humilla a los españoles y da lástima.
Al enfrentarse a esa España, el delincuente irresponsable y golpista llamado Puigdemont y todos sus secuaces, por desgracia, tienen posibilidades de victoria, a pesar de que merecen cárcel y castigo por sus violaciones de las leyes básicas y por su rebelión contra la Constitución y la paz.
El daño producido al país y a su futuro, tanto por nuestro deterioro político y ético como por el asunto Puigdemont, no se puede medir en este momento pero tiene todo el aspecto de llegar a ser formidable. Uno de esos daños es que la fe en esa Europa que avala nuestras aspiraciones de pertenecer a un club en el que se defiende de verdad las libertades y los derechos se va a ir debilitando peligrosamente, hasta el punto de que ya hay organizaciones irresponsables que piden un referéndum para salirnos de la Unión Europea.
Se niegan a ver que el mal no está en Europa sino en esta España tullida y deficiente que nuestros políticos nos han construido.
Este país, que es el único occidental donde la actividad política está copada y saturada de funcionarios, cuando realmente los que son el motor de cualquier país son los sectores productivos y sus ciudadanos, está avanzando hacia la quiebra porque sus políticos no quieren la regeneración, ni atienden las exigencias de reformas que les llegan de Europa y prefieren pagar multas y la enorme factura del desprestigio antes que cambiar el rumbo de un país que ya no puede vender al mundo que es una democracia auténtica.
Sólo la España tullida hace posible que Puigdemont siga ganando la batalla de la propaganda frente a un gobierno torpe y sin músculo, enfermo de mediocridad y más preocupado por no perder el poder y porque sus abusos y excesos no sean conocidos por la opinión pública que por emprender esa regeneración sin la cual en España nunca volverá a amanecer.
Lograrán al final, con sus carencias y torpezas, que el mundo crea que el malvado Puigdemont es la víctima, que el gobierno español es fascista, que la España del presente está llena de presos políticos y que es un paraíso para los corruptos, sin democracia y sin esperanza.
Francisco Rubiales
El varapalo de la justicia alemana, que probablemente se ha extralimitado al juzgar la intensidad de la violencia desatada en Cataluña, sólo es explicable desde la falta de prestigio y peso de nuestro país en el plano internacional, provocado por la corrupción, las más que evidentes carencias de nuestro sistema democrático y por el creciente y escandaloso divorcio entre los políticos y los ciudadanos españoles.
Los jueces alemanes nunca se habrían atrevido a hacer lo que han hecho con la euroorden española si el prófugo hubiera sido reclamado por Francia, Estados Unidos o Gran Bretaña.
Asuntos como la truculenta salida al mercado de Bankia, la estafa de Urdangarín, la maloliente Trama Gürtel, el inexplicable asesinato del Banco Popular, el juicio a los EREs en Andalucía y el falso Máster de Cristina Cifuentes, entre otros muchos, han venido minando el prestigio internacional de España y pasan factura, como también corroen el prestigio del sistema español esas encuestas en las que los ciudadanos señalan a los partidos y a los políticos como uno de los grandes problemas de España.
La libertad y el prestigio del golpista delincuente Puigdemont, un tipo que en cualquier otro país serio del mundo estaría ya condenado y encarcelado de por vida por haber conducido a su nación hasta el borde de la guerra, es una de las facturas que España tiene que pagar por su déficit en democracia y por el mal gobierno y el pésimo estilo de su clase gobernante.
Los alemanes saben que los mismos que ahora persiguen a Puigdemont han estado pactando con los independentistas y permitiéndoles todo tipo de abusos, a cambio de votos, durante varias décadas. Y eso se paga, aunque no nos guste.
Los alemanes saben que los políticos españoles nunca dimiten, que sus partidos son demasiado poderosos, que la clase política está protegida por demasiados aforamientos y que el Estado español ha crecido de manera suicida, sólo porque interesaba a los políticos, convirtiéndose en un monstruo imposible de financiarse, con más políticos a sueldo que Alemania, Francia e Inglaterra juntos. Y eso se paga, aunque no nos guste.
Los alemanes conocen la borrachera de privilegios que disfrutan los políticos españoles mientras el pueblo es sometido a recortes que deterioran hasta los servicios básicos, que los partidos políticos españoles se financian con fondos públicos generosos, aunque el pueblo no quiera, que la democracia española ha sido despojada de los controles que el sistema establece para limitar el poder de los partidos y de los gobiernos y que la lucha de la clase política contra la corrupción es una pantomima. Y todo eso se paga y se está pagando.
Aunque duela y desate la ira de los poderosos que viven tan a gusto dentro del actual sistema, hay que admitir, con todas las consecuencias, que la falsa democracia española está tan deteriorada y podrida que su única solución es resetear el sistema y empezar de nuevo, ahora con políticos decentes e instaurando una verdadera democracia ciudadana, con leyes iguales para todos, con una fuerte armadura ética, sin golfos incrustados en el Estado, con los poderes separados, con partidos bajo vigilancia y control, que crean y practiquen la democracia y con todos los cautelas y frenos que establece la democracia para controlar el poder.
Tal como está ahora, con su Justicia politizada, con su clase política descontrolada y con la ética del poder hecha añicos, España es un país tullido que avergüenza, carece de prestigio y respeto internacional, humilla a los españoles y da lástima.
Al enfrentarse a esa España, el delincuente irresponsable y golpista llamado Puigdemont y todos sus secuaces, por desgracia, tienen posibilidades de victoria, a pesar de que merecen cárcel y castigo por sus violaciones de las leyes básicas y por su rebelión contra la Constitución y la paz.
El daño producido al país y a su futuro, tanto por nuestro deterioro político y ético como por el asunto Puigdemont, no se puede medir en este momento pero tiene todo el aspecto de llegar a ser formidable. Uno de esos daños es que la fe en esa Europa que avala nuestras aspiraciones de pertenecer a un club en el que se defiende de verdad las libertades y los derechos se va a ir debilitando peligrosamente, hasta el punto de que ya hay organizaciones irresponsables que piden un referéndum para salirnos de la Unión Europea.
Se niegan a ver que el mal no está en Europa sino en esta España tullida y deficiente que nuestros políticos nos han construido.
Este país, que es el único occidental donde la actividad política está copada y saturada de funcionarios, cuando realmente los que son el motor de cualquier país son los sectores productivos y sus ciudadanos, está avanzando hacia la quiebra porque sus políticos no quieren la regeneración, ni atienden las exigencias de reformas que les llegan de Europa y prefieren pagar multas y la enorme factura del desprestigio antes que cambiar el rumbo de un país que ya no puede vender al mundo que es una democracia auténtica.
Sólo la España tullida hace posible que Puigdemont siga ganando la batalla de la propaganda frente a un gobierno torpe y sin músculo, enfermo de mediocridad y más preocupado por no perder el poder y porque sus abusos y excesos no sean conocidos por la opinión pública que por emprender esa regeneración sin la cual en España nunca volverá a amanecer.
Lograrán al final, con sus carencias y torpezas, que el mundo crea que el malvado Puigdemont es la víctima, que el gobierno español es fascista, que la España del presente está llena de presos políticos y que es un paraíso para los corruptos, sin democracia y sin esperanza.
Francisco Rubiales