Hace algunos años, cuatro compañeros profesores estuvimos en San Sebastián haciendo un cursillo de Pedagogía. Fue interesante, aunque de vez en cuando soltaban “el cucú” de la independencia con cierta discreción, porque todavía Franco estaba de buen ver y no admitía bromas. A los andaluces nos hacía gracia la insistente muletilla de los vascos, prto eran buenos amigos, de tal manera que simpatizábamos con ellos y, por las tardes, nos llevaban a las fiestas típicas de los pueblos. Todavía las icurriñas estaban solapadas en los baúles, pero los vascuences se desataban con el vino y lanzaban inocentes bravatas para desahogar sus fobias independentistas.
A la mañana siguiente, en el cursillo, nos reíamos de los acaloramientos vascos. Un día, un fogoso vascuence, ante la risa que nos daban los sofocones, se levantó, pidió la palabra y dijo: “Señores, estoy harto del humor andaluz. “¿Sabéis por qué no se quieren independizar?” “Porque hace muchos años que son independientes.” El auditorio pegó una carcajada, pero él continuó: “Los andaluces se ríen de los ministros de Franco, pero nadie se lo toma en serio; a nosotros nos enchiqueran. Los andaluces cambian de domicilio cuando les parece y se marchan a trabajar a Cataluña, al País Vasco o a Alemania, y nadie lo impide; pero los vascos tenemos que rellenar un expediente y casi siempre es que no. Los andaluces organizan huelgas camufladas, pero el sindicato vertical hace la vista gorda; mientras a nosotros nos meten en la cárcel. Cuando un alcalde prohibe hacer obras, la hacen de noche y nadie se da por enterado; sobre nosotros caen multas de coco y huevo. Y así continuó con un ensarte de confrontaciones inefables.
Los catalanes siempre han sido más cautos, pero se emperran en decir que no son españoles. ¡Qué pena, con lo que los queremos! Un verano me fui a trabajar a un campo internacional de trabajo en Noruega. Al volver, tuve que hacer transbordo para saltar al continente. Me despisté en un parque y me sentí atribulado porque se acercaba la hora de tomar el tren. Me acerqué a un grupo de jóvenes que hablaban catalán. Les pregunté si eran españoles y les pedí que me orientaran. Me dijeron rotundamente que no eran españoles y me dejaron tirados. Unos jóvenes daneses me sacaron del apuro.
En cambio, a los andaluces les abrían los brazos cuando llegaban a Cataluña pidiendo trabajo. Ahora les piden que no se marchen, pero Mas ha tenido una peleilla con Griñán y ahora dice que el Norte no se entiende con el Sur. Deben andarse con cuidado, porque le vamos a mandar al alcalde de Marinaleda y sus secuaces, para quie entren en razones. Si no lo hacen, ocuparán las Masías, las limpiaránn, las sembrarán, y mandarán al “caravagio” las viñas y las bodegas de cava. Y no pasará nada, porque los andaluces tienen piel de camaleón, son pacíficos y su praxis es: “lo primero vivir y después politizar”.
De manera que Andalucía es independiente, pero nuestra independencia, desgraciadamente, comienza por el estómago. Los catalanes la inician por el bolsillo: lo primero es el metal, lo de patria y otras zarandajas sentimentaloides interesan para tapar las vergüenzas. Llegarán a Bruselas y dirán: “Aquí estamos los más ricos e independientes de la opulenta Europa, pero no queremos compromisos con nadie. De manera que ustedes verán lo que hacen. Si no nos atienden, se quedarán sin cava.
JUAN LEIVA
A la mañana siguiente, en el cursillo, nos reíamos de los acaloramientos vascos. Un día, un fogoso vascuence, ante la risa que nos daban los sofocones, se levantó, pidió la palabra y dijo: “Señores, estoy harto del humor andaluz. “¿Sabéis por qué no se quieren independizar?” “Porque hace muchos años que son independientes.” El auditorio pegó una carcajada, pero él continuó: “Los andaluces se ríen de los ministros de Franco, pero nadie se lo toma en serio; a nosotros nos enchiqueran. Los andaluces cambian de domicilio cuando les parece y se marchan a trabajar a Cataluña, al País Vasco o a Alemania, y nadie lo impide; pero los vascos tenemos que rellenar un expediente y casi siempre es que no. Los andaluces organizan huelgas camufladas, pero el sindicato vertical hace la vista gorda; mientras a nosotros nos meten en la cárcel. Cuando un alcalde prohibe hacer obras, la hacen de noche y nadie se da por enterado; sobre nosotros caen multas de coco y huevo. Y así continuó con un ensarte de confrontaciones inefables.
Los catalanes siempre han sido más cautos, pero se emperran en decir que no son españoles. ¡Qué pena, con lo que los queremos! Un verano me fui a trabajar a un campo internacional de trabajo en Noruega. Al volver, tuve que hacer transbordo para saltar al continente. Me despisté en un parque y me sentí atribulado porque se acercaba la hora de tomar el tren. Me acerqué a un grupo de jóvenes que hablaban catalán. Les pregunté si eran españoles y les pedí que me orientaran. Me dijeron rotundamente que no eran españoles y me dejaron tirados. Unos jóvenes daneses me sacaron del apuro.
En cambio, a los andaluces les abrían los brazos cuando llegaban a Cataluña pidiendo trabajo. Ahora les piden que no se marchen, pero Mas ha tenido una peleilla con Griñán y ahora dice que el Norte no se entiende con el Sur. Deben andarse con cuidado, porque le vamos a mandar al alcalde de Marinaleda y sus secuaces, para quie entren en razones. Si no lo hacen, ocuparán las Masías, las limpiaránn, las sembrarán, y mandarán al “caravagio” las viñas y las bodegas de cava. Y no pasará nada, porque los andaluces tienen piel de camaleón, son pacíficos y su praxis es: “lo primero vivir y después politizar”.
De manera que Andalucía es independiente, pero nuestra independencia, desgraciadamente, comienza por el estómago. Los catalanes la inician por el bolsillo: lo primero es el metal, lo de patria y otras zarandajas sentimentaloides interesan para tapar las vergüenzas. Llegarán a Bruselas y dirán: “Aquí estamos los más ricos e independientes de la opulenta Europa, pero no queremos compromisos con nadie. De manera que ustedes verán lo que hacen. Si no nos atienden, se quedarán sin cava.
JUAN LEIVA