La utópica e ilusa idea de la Alianza de Civilizaciones es un prurito imposible e irrealizable. A la reunión de Madrid, que ha costado a España unos veinte millones de euros, más la gresca de mamporros que propinaron los guardianes del turco Endogán a nuestros agentes españoles, sólo han asistido una escasa e irrelevante representación de unos doce países. Su sola finalidad reside en un entreguismo sumiso al aliento y dominio de la cultura islámica. El abismo mental, ético, religioso y cultural entre Occidente y Oriente es tan profundo y distinto, que desdice todo intento aliancista. Las alianzas abismales no funcionan; también los judíos inventaron su Antigua Alianza y saben cómo les fue; ahí está su historia en el pasado y el presente.
Es de ingenuos creer que los seguidores del Islam van a ceder en sus usos y costumbres ni moderar un ápice sus creencias coránicas. La Yihad –guerra violenta- es mandato religioso de conquista y proselitismo; el Estado Teocrático está incrustado en su régimen social; el machismo ancestral y otras muchas prácticas asentados en su corpus legal y en los hábitos comunes de vida.
En Arabia Saudí, paraíso wahabí que rige el «guardián de la Kaaba», una joven, la «chica de Qatif», ha sido condenada a doscientos latigazos y seis meses de cárcel, reo de hallarse en la inadecuada avenencia con un joven, no perteneciente a su parentela y haber sido violada en grupo. Parece que el rey Abdulá, si lo ratifican los clérigos del integrismo, que son quienes mandan, piensa indultarla de la severísima pena en un gesto magnánimo, para “mitigar el sufrimiento de los ciudadanos”. Al apelar la sentencia a una segunda instancia, le fue endurecida la pena. Añádese a esto, un extremo inaudito y fulminante: se ha abierto por el Tribunal Supremo del reino procedimiento contra el letrado que osó defender a tal imputada. La “civilizada” locura sorprende incluso, a los escépticos guerrilleros del «diálogo de civilizaciones».
En Irán, se cuelga a ciertos reos públicamente de cuerdas delgadas, para retardar la agonía; en India y Pakistán, los machos de la tribu queman con ácido a la mujer que ellos deciden que ha infringido sus vetustos preceptos; en Marruecos, no existe paridad legal entre el hombre y la mujer con la anuencia del Partido Socialista Marroquí, en lo que late el silencio cómplice de nuestra izquierda y de nuestro feminismo, comensales, con asiduidad, de sus patriarcas autoritarios.
Baitulah Mehsud, jefe talibán enlazado a Al-Qaeda, a quien el Gobierno de Pakistán acusa del asesinato de Benazir Bhutto, asegura en esa cloaca del terrorismo: «No matamos a mujeres». Degüellan a un reo encapuchado y le asierran el cuello hasta decapitarlo ante las cámaras, lanzan un camión bomba en un mercado y esparcen los restos de los infelices muertos por las cunetas, pero ellos no matan a mujeres. Las mujeres y niños sorprendidos en el mercado, las mujeres de las Torres Gemelas y las de los trenes de Atocha, no fueron víctimas, no murieron atrapadas. Las enclaustran y disfrazan con un burka, les prohíben estudiar, trabajar y salir de casa sin la compañía de un hombre; las fuerzan a mal parir en casa, al no permitirles la consulta médica. Y no matan mujeres, pero ajustician y lapidan a las sorprendidas en adulterio, las sacan de casa de sus padres, donde esperan el veredicto, y en un descampado las destrozan a pedradas. No matan a mujeres, pero mantienen viejas mentalidades de escrupuloso rigor, en cumplimento de la ley y la religión, ensambladas en un ‘totum revolutum’.
La mezcla y maraña de lo legislativo y lo religioso, que compone estas tonalidades aberrantes, genera unos desvíos conceptuales y hábitos de pensamiento contrarios a la dignidad e igualdad universales del ser humano, basados en unas normas discordantes con la filosofía democrática. Se comprueba, aquí mismo y allí, que sus líderes religiosos con los talibanes arengan a los fieles entre práctica litúrgica y mitin político, al extremismo y fanatismo. Es enorme la distancia que separa la valoración ética y la formulación penal del ámbito occidental frente a los que se rigen con exclusividad por exigencias religiosas; aquí, en nuestro espacio, prima el corpus legislativo civil sobre la palabra revelada. Es justo y forzoso establecer de modo universal, sin cortapisas de fronteras ni barreras, los vejados «derechos humanos», la libertad y la fraternidad, el respeto y el amor antes que la venganza y el odio.
C. Valverde
Es de ingenuos creer que los seguidores del Islam van a ceder en sus usos y costumbres ni moderar un ápice sus creencias coránicas. La Yihad –guerra violenta- es mandato religioso de conquista y proselitismo; el Estado Teocrático está incrustado en su régimen social; el machismo ancestral y otras muchas prácticas asentados en su corpus legal y en los hábitos comunes de vida.
En Arabia Saudí, paraíso wahabí que rige el «guardián de la Kaaba», una joven, la «chica de Qatif», ha sido condenada a doscientos latigazos y seis meses de cárcel, reo de hallarse en la inadecuada avenencia con un joven, no perteneciente a su parentela y haber sido violada en grupo. Parece que el rey Abdulá, si lo ratifican los clérigos del integrismo, que son quienes mandan, piensa indultarla de la severísima pena en un gesto magnánimo, para “mitigar el sufrimiento de los ciudadanos”. Al apelar la sentencia a una segunda instancia, le fue endurecida la pena. Añádese a esto, un extremo inaudito y fulminante: se ha abierto por el Tribunal Supremo del reino procedimiento contra el letrado que osó defender a tal imputada. La “civilizada” locura sorprende incluso, a los escépticos guerrilleros del «diálogo de civilizaciones».
En Irán, se cuelga a ciertos reos públicamente de cuerdas delgadas, para retardar la agonía; en India y Pakistán, los machos de la tribu queman con ácido a la mujer que ellos deciden que ha infringido sus vetustos preceptos; en Marruecos, no existe paridad legal entre el hombre y la mujer con la anuencia del Partido Socialista Marroquí, en lo que late el silencio cómplice de nuestra izquierda y de nuestro feminismo, comensales, con asiduidad, de sus patriarcas autoritarios.
Baitulah Mehsud, jefe talibán enlazado a Al-Qaeda, a quien el Gobierno de Pakistán acusa del asesinato de Benazir Bhutto, asegura en esa cloaca del terrorismo: «No matamos a mujeres». Degüellan a un reo encapuchado y le asierran el cuello hasta decapitarlo ante las cámaras, lanzan un camión bomba en un mercado y esparcen los restos de los infelices muertos por las cunetas, pero ellos no matan a mujeres. Las mujeres y niños sorprendidos en el mercado, las mujeres de las Torres Gemelas y las de los trenes de Atocha, no fueron víctimas, no murieron atrapadas. Las enclaustran y disfrazan con un burka, les prohíben estudiar, trabajar y salir de casa sin la compañía de un hombre; las fuerzan a mal parir en casa, al no permitirles la consulta médica. Y no matan mujeres, pero ajustician y lapidan a las sorprendidas en adulterio, las sacan de casa de sus padres, donde esperan el veredicto, y en un descampado las destrozan a pedradas. No matan a mujeres, pero mantienen viejas mentalidades de escrupuloso rigor, en cumplimento de la ley y la religión, ensambladas en un ‘totum revolutum’.
La mezcla y maraña de lo legislativo y lo religioso, que compone estas tonalidades aberrantes, genera unos desvíos conceptuales y hábitos de pensamiento contrarios a la dignidad e igualdad universales del ser humano, basados en unas normas discordantes con la filosofía democrática. Se comprueba, aquí mismo y allí, que sus líderes religiosos con los talibanes arengan a los fieles entre práctica litúrgica y mitin político, al extremismo y fanatismo. Es enorme la distancia que separa la valoración ética y la formulación penal del ámbito occidental frente a los que se rigen con exclusividad por exigencias religiosas; aquí, en nuestro espacio, prima el corpus legislativo civil sobre la palabra revelada. Es justo y forzoso establecer de modo universal, sin cortapisas de fronteras ni barreras, los vejados «derechos humanos», la libertad y la fraternidad, el respeto y el amor antes que la venganza y el odio.
C. Valverde