Catedral de León. Las catedrales son símbolos del antiguo poder e influencia de la Iglesia, hoy casi desaparecidos.
La neutralidad y la ausencia de los grandes debates son pecados en la Iglesia y síntomas de cobardía y corrupción. Desde su gran red de púlpitos, la Iglesia está obligada a denunciar catástrofes tan reales como el hundimiento actual de los valores en España, el deterioro de la convivencia, la promoción del odio y las injusticias que inundan la gestión del poder político, males profundos propiciados por el gobierno de Pedro Sánchez, así como advertir a los creyentes que un cristiano nunca puede ni debe votar a los partidos que han apostado por la cultura de la muerte, los que atacan a la familia y los que aniquilan la propia nación retozando en la corrupción.
Pero la Iglesia no lo hace y las razones son, sobre todo, dos:
La primera es que ni siquiera existe unidad de criterio dentro de la propia Iglesia, donde conviven obispos y sacerdotes que defienden el independentismo catalán y vasco, con otros que recomiendan el voto comunista, alegando que el comunismo y el cristianismo son parecidos, y otros que recomiendan el voto a la derecha, Hay miles de púlpitos en España donde se propaga alguna forma de división y odio, sin que la Iglesia haga nada por impedirlo.
La segunda es mucho peor porque el desorden y el silencio de la Iglesia en sus púlpitos se debe al miedo a provocar al Estado y a perder las subvenciones, privilegios y ventajas, sobre todo económicas, que otorga a la Iglesia el concordato firmado con la Santa Sede.
Sea por lo que sea, la cobardía siempre está detrás del fracaso de la Iglesia Católica española, que a pesar de su poder de convocatoria y de influencia, está al margen de los grandes debates que atraviesan, de parte a parte, la vida de los españoles, como el aborto, la eutanasia, la corrupción, el despilfarro del gobierno, los impuestos abusivos, el deterioro de servicios públicos vitales, como la educación y la salud, la pérdida de libertades y derechos, el odio desatado, la división y el retorno, propiciado por el gobierno, a un pasado que trajo consigo la Guerra Civil de 1936.
La Iglesia no se atreve a bramar contra algo tan sucio y peligroso como el espíritu de revancha y odio que trajo consigo la ley de Memoria Histórica, que fue nada menos que el asesinato público de la reconciliación y el perdón mutuo que los españoles acordamos al morir Franco, en la llamada Transición, para construir juntos un país moderno y próspero.
La Iglesia Católica española es uno de los fracasos mas estruendosos de nuestra época en España. Su poder se ha vuelto insignificante y su prestigio se ha diluido, después de cometer errores tan graves como apoyar el nacimiento y la lucha de ETA desde el clero nacionalista vasco, apoyar y estimular el independentismo catalán, utilizando algunos templos como focos de rebelión y permitir que cada obispo y cada sacerdote predique lo que quiera, sin unidad de criterio, sin ni siquiera mantener fidelidad a la esencia del mensaje de Cristo.
La voz de la Iglesia ni siquiera esté presente, con la potencia requerida, en el gran debate sobre el derecho a la vida o contra la insolente corrupción que destroza la nación.
La Iglesia parece una copia de aquel ejercito del mexicano Pancho Villa, donde cada general y cada brigada hacía la guerra por su cuenta, logrando un desorden que lo desmoronó, perdiendo en poco tiempo los grandes logros de la Revolución.
Nunca tanta fuerza, la de los 59.000 púlpitos, sus parroquias, catedrales, conventos, monasterios y millones de teóricos seguidores fue tan desaprovechada.
Francisco Rubiales
Pero la Iglesia no lo hace y las razones son, sobre todo, dos:
La primera es que ni siquiera existe unidad de criterio dentro de la propia Iglesia, donde conviven obispos y sacerdotes que defienden el independentismo catalán y vasco, con otros que recomiendan el voto comunista, alegando que el comunismo y el cristianismo son parecidos, y otros que recomiendan el voto a la derecha, Hay miles de púlpitos en España donde se propaga alguna forma de división y odio, sin que la Iglesia haga nada por impedirlo.
La segunda es mucho peor porque el desorden y el silencio de la Iglesia en sus púlpitos se debe al miedo a provocar al Estado y a perder las subvenciones, privilegios y ventajas, sobre todo económicas, que otorga a la Iglesia el concordato firmado con la Santa Sede.
Sea por lo que sea, la cobardía siempre está detrás del fracaso de la Iglesia Católica española, que a pesar de su poder de convocatoria y de influencia, está al margen de los grandes debates que atraviesan, de parte a parte, la vida de los españoles, como el aborto, la eutanasia, la corrupción, el despilfarro del gobierno, los impuestos abusivos, el deterioro de servicios públicos vitales, como la educación y la salud, la pérdida de libertades y derechos, el odio desatado, la división y el retorno, propiciado por el gobierno, a un pasado que trajo consigo la Guerra Civil de 1936.
La Iglesia no se atreve a bramar contra algo tan sucio y peligroso como el espíritu de revancha y odio que trajo consigo la ley de Memoria Histórica, que fue nada menos que el asesinato público de la reconciliación y el perdón mutuo que los españoles acordamos al morir Franco, en la llamada Transición, para construir juntos un país moderno y próspero.
La Iglesia Católica española es uno de los fracasos mas estruendosos de nuestra época en España. Su poder se ha vuelto insignificante y su prestigio se ha diluido, después de cometer errores tan graves como apoyar el nacimiento y la lucha de ETA desde el clero nacionalista vasco, apoyar y estimular el independentismo catalán, utilizando algunos templos como focos de rebelión y permitir que cada obispo y cada sacerdote predique lo que quiera, sin unidad de criterio, sin ni siquiera mantener fidelidad a la esencia del mensaje de Cristo.
La voz de la Iglesia ni siquiera esté presente, con la potencia requerida, en el gran debate sobre el derecho a la vida o contra la insolente corrupción que destroza la nación.
La Iglesia parece una copia de aquel ejercito del mexicano Pancho Villa, donde cada general y cada brigada hacía la guerra por su cuenta, logrando un desorden que lo desmoronó, perdiendo en poco tiempo los grandes logros de la Revolución.
Nunca tanta fuerza, la de los 59.000 púlpitos, sus parroquias, catedrales, conventos, monasterios y millones de teóricos seguidores fue tan desaprovechada.
Francisco Rubiales