La muerte de Mari Luz, la niña vilmente asesinada en Huelva, ha dejado una lección que todos deberíamos aprender. El mal o “lo malo” es un elemento presente en la vida humana. No podemos desprendernos de él por mucho que lo intentemos. Entre otras razones, porque somos limitados y el mal nos acompaña como inherente a nuestra propia naturaleza. A veces nos vemos obligados a escoger “lo menos malo” y a aceptar, incluso, que “lo mejor es enemigo de lo bueno”. Pero esa es la grandeza del ser humano, elegir entre el bien y el mal; la libertad.
El problema del mal es tan antiguo como la humanidad. Para los filósofos, es difícil de definir, casi no se puede decir otra cosa que “el mal es lo opuesto al bien”, o que “el mal es la ausencia de bien”. Para los moralistas, “el mal es lo que se opone a las buenas costumbres”. Para las personas sencillas, “no respetar ni al prójimo ni a Dios”: robar, matar, arramplar con los derechos ajenos, mentir, calumniar, blasfemar, rechazar la ley natural impresa en el hombre. De ahí que las personas sencillas vean tan importante educar a la niñez desde la más tierna infancia: “El arbolito, desde chiquito” y “Más vale prevenir que curar”.
La cara de Mari Luz, desde que desapareció, ha quedado grabada en nuestras almas como el símbolo de la inocencia masacrada, de la niñez destruida, de la alegría arrasada. Uno se imagina aquella mano que cortó su respiración como unas tenazas torvas estrangulando su vida. Nos costará mucho tiempo comprender lo que han hecho con esa niña de cinco años. Muchos de los vecinos del presunto autor, de los amigos y de la opinión pública, si lo hubieran dejado, hubieran acabado con él de la peor manera.
Y, sin embargo, tras el escandaloso “affaire”, el único que ha sabido superar la maldad ha sido el padre. Ha pedido públicamente que nadie se tome la justicia pos su mano, porque convertiríamos la vida en una lucha de venganzas; que confía en la justicia, porque estamos en un país civilizado, aunque cree que ha habido negligencias, y que no desea para el presunto autor el infierno que durante dos meses ha tenido que sufrir esperando que apareciera su hija. Mientras tanto, seguirá orando por él y por su familia. Él asegura que tiene fe de que un día se encontrará de nuevo con su hija Mari Luz”.
Ante tanta entereza, ecuanimidad y esperanza, una especie de escalofrío recorre nuestra conciencia. Porque el caso de Mari Luz no es el primero de nuestra historia más reciente; porque cada día es más frecuente leer que lo que priva para muchos es el ajuste de cuentas; que el caso de Mari Luz ha dejado al descubierto una cadena de errores y fallos que implica a jueces, al Consejo General del Poder Judicial, a la Junta de Andalucía y al propio Ministerio de Justicia.
Estoy seguro que Mari Luz, desde otro mundo lleno de luz, habrá repetido lo que tantos inocentes: “Perdónalos, Señor, porque no saben lo que hacen”. Mientras tanto, los juzgados siguen colapsados, sin medios para realizar una justicia segura y eficaz, sin reacción corporativa para dar salida a tantos casos inocentes como esperan soluciones justas. Aquellos tres poderes independientes de la democracia –legislativo, ejecutivo y judicial- lo están convirtiendo en una burla ineficaz, aunque sea una útil lección.
J. LEIVA
El problema del mal es tan antiguo como la humanidad. Para los filósofos, es difícil de definir, casi no se puede decir otra cosa que “el mal es lo opuesto al bien”, o que “el mal es la ausencia de bien”. Para los moralistas, “el mal es lo que se opone a las buenas costumbres”. Para las personas sencillas, “no respetar ni al prójimo ni a Dios”: robar, matar, arramplar con los derechos ajenos, mentir, calumniar, blasfemar, rechazar la ley natural impresa en el hombre. De ahí que las personas sencillas vean tan importante educar a la niñez desde la más tierna infancia: “El arbolito, desde chiquito” y “Más vale prevenir que curar”.
La cara de Mari Luz, desde que desapareció, ha quedado grabada en nuestras almas como el símbolo de la inocencia masacrada, de la niñez destruida, de la alegría arrasada. Uno se imagina aquella mano que cortó su respiración como unas tenazas torvas estrangulando su vida. Nos costará mucho tiempo comprender lo que han hecho con esa niña de cinco años. Muchos de los vecinos del presunto autor, de los amigos y de la opinión pública, si lo hubieran dejado, hubieran acabado con él de la peor manera.
Y, sin embargo, tras el escandaloso “affaire”, el único que ha sabido superar la maldad ha sido el padre. Ha pedido públicamente que nadie se tome la justicia pos su mano, porque convertiríamos la vida en una lucha de venganzas; que confía en la justicia, porque estamos en un país civilizado, aunque cree que ha habido negligencias, y que no desea para el presunto autor el infierno que durante dos meses ha tenido que sufrir esperando que apareciera su hija. Mientras tanto, seguirá orando por él y por su familia. Él asegura que tiene fe de que un día se encontrará de nuevo con su hija Mari Luz”.
Ante tanta entereza, ecuanimidad y esperanza, una especie de escalofrío recorre nuestra conciencia. Porque el caso de Mari Luz no es el primero de nuestra historia más reciente; porque cada día es más frecuente leer que lo que priva para muchos es el ajuste de cuentas; que el caso de Mari Luz ha dejado al descubierto una cadena de errores y fallos que implica a jueces, al Consejo General del Poder Judicial, a la Junta de Andalucía y al propio Ministerio de Justicia.
Estoy seguro que Mari Luz, desde otro mundo lleno de luz, habrá repetido lo que tantos inocentes: “Perdónalos, Señor, porque no saben lo que hacen”. Mientras tanto, los juzgados siguen colapsados, sin medios para realizar una justicia segura y eficaz, sin reacción corporativa para dar salida a tantos casos inocentes como esperan soluciones justas. Aquellos tres poderes independientes de la democracia –legislativo, ejecutivo y judicial- lo están convirtiendo en una burla ineficaz, aunque sea una útil lección.
J. LEIVA
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