Existen algunas razones históricas, en especial, las referentes al particularismo catalán o enfermedad, que aún conservan vigencia política. El análisis de Ortega y G. en este punto es insuperable: “La enfermedad catalana, su eterna frustración como pueblo, tiene que ser llevada con paciencia democrática por el resto de los españoles”. Afortunadamente, todavía hay españoles con ánimo dispuesto a aguantar, sufrir, soportar, en fin, a tolerar, como ansiaba Ortega, con alegría «la gleba dolorosa que suele ser la vida» de esos españoles frustrados que son los catalanes. Se repasa lo que dicen Ortega y Azaña sobre Cataluña y una gran congoja y honda decepción sobrecoge el alma. Los nacionalistas catalanes, llegan a ser una pesadilla para el pueblo corriente; a pesar de todo, conociendo algo la historia de España, se sabrá que no hay más remedio, como decía Ortega, que sufrir, tolerar, transigir, la matraca insulsa de los soberanistas catalanes; su delictivo y engañoso insulto, su ridículo victimismo, su patético localismo y su particularismo paleto son las notas significativas de su identidad, su frustrado destino como pueblo. Hablamos, naturalmente, de los catalanes que odian a España.
Es patético, ni la Segunda República, ni la Guerra Civil, ni 40 años de régimen franquista ni más de 35 años de democracia han sido suficientes para que la mayoría de los políticos catalanes y los ciudadanos que los votan, logren superar su grotesca enfermedad: «existir sin España». Una quimera, imposible, Cataluña no es nada sin España; las oligarquías políticas catalanas, sin embargo, ocultan esta verdad, más aún, han conseguido elevar su engañifa entelequia a categoría; el autoengaño de que es posible una Cataluña sin España es la táctica perversa de esta clase política, para perpetuarse en el poder, y, tapándose unos a otros, haber convertido la región en su cortijo y las arcas públicas en sacas abiertas a sus bolsillos; esa reivindicación permanente de una vacua utopía, una Cataluña al margen de España, se ha transformado ya en una batalla permanente, para asaltar y atrapar todo lo que ha dado vida a los nacionalistas, a sus socios y a la izquierda simpatizante.
En esta desgraciada historia, el pésimo y zafio nacionalismo catalán ha recurrido gratuitamente a lo peor y más grave, al odio a España y, en definitiva, odio a Cataluña, pues la región no puede ser nada sin la Patria Común, sin la Nación Española; para los nacionalistas, la Constitución de 1978 y los Estatutos de Autonomía no sólo no han servido, para vivir digna y prósperamente en unión al tronco paterno, el Estado Español, sino que se han aprovechado y se sirven de él estrujándolo, mientras lo insultan y maniobran desvergonzadamente sobre la separación de España sin coste alguno. La idea de reconciliación de Cataluña con la democracia española, que llevó a cabo en la Transición, Tarradellas, primer presidente de la Generalidad en la nueva etapa democrática, hombre extraordinario, que, como dijo Josep Pla: «no destruyó nada de lo hecho por Franco que fuera positivo para el País y la estabilidad general»; fue muy pronto arrinconado por una política victimista, de desprecio y acoso a todo lo que era español.
Pujol rápido estableció sus «modos», que consistían, según opinión de Julio Anguita, en «sembrar el odio con palabras suaves». Pujol ha logrado destruir el espíritu noble de abrazo y unión que Tarradellas quiso preservar y fundamentar; de Tarradellas a Maragall, todo ha sido decadencia; odio y más odio contra España. Pujol destrozó el espíritu de Tarradellas y Maragall lo remató con un nuevo estatuto para cargarse la Constitución. Es falso pensar que Pujol era un hombre moderado, fue un hombre de odio, sus palabras suaves sembraron odio allá por donde pisó; no fue buen político, ni valioso gobernante, sólo gobernaba su interés y beneficio. Pujol no tuvo nunca una concepción de España ni de Cataluña; carecía de sensibilidad, como buen cazurro y cateto sólo entendió su egoísmo y el afanar los millones que llegaban de esa “España que nos roba”, ya sabemos para qué creó la maligna frasecita; pero sí supo promover un vulgar «argumentario» lesivo, transformar el sagrado bilingüismo en una dictadura monolingüe y provinciana, a costa de manipular el Tribunal Constitucional, al margen del corazón de la vida ciudadana y confundir el rico seny catalán, modélico siempre para la Nación, con una vulgar y formal «mesura» de pequeño comerciante.
C. Mudarra
Es patético, ni la Segunda República, ni la Guerra Civil, ni 40 años de régimen franquista ni más de 35 años de democracia han sido suficientes para que la mayoría de los políticos catalanes y los ciudadanos que los votan, logren superar su grotesca enfermedad: «existir sin España». Una quimera, imposible, Cataluña no es nada sin España; las oligarquías políticas catalanas, sin embargo, ocultan esta verdad, más aún, han conseguido elevar su engañifa entelequia a categoría; el autoengaño de que es posible una Cataluña sin España es la táctica perversa de esta clase política, para perpetuarse en el poder, y, tapándose unos a otros, haber convertido la región en su cortijo y las arcas públicas en sacas abiertas a sus bolsillos; esa reivindicación permanente de una vacua utopía, una Cataluña al margen de España, se ha transformado ya en una batalla permanente, para asaltar y atrapar todo lo que ha dado vida a los nacionalistas, a sus socios y a la izquierda simpatizante.
En esta desgraciada historia, el pésimo y zafio nacionalismo catalán ha recurrido gratuitamente a lo peor y más grave, al odio a España y, en definitiva, odio a Cataluña, pues la región no puede ser nada sin la Patria Común, sin la Nación Española; para los nacionalistas, la Constitución de 1978 y los Estatutos de Autonomía no sólo no han servido, para vivir digna y prósperamente en unión al tronco paterno, el Estado Español, sino que se han aprovechado y se sirven de él estrujándolo, mientras lo insultan y maniobran desvergonzadamente sobre la separación de España sin coste alguno. La idea de reconciliación de Cataluña con la democracia española, que llevó a cabo en la Transición, Tarradellas, primer presidente de la Generalidad en la nueva etapa democrática, hombre extraordinario, que, como dijo Josep Pla: «no destruyó nada de lo hecho por Franco que fuera positivo para el País y la estabilidad general»; fue muy pronto arrinconado por una política victimista, de desprecio y acoso a todo lo que era español.
Pujol rápido estableció sus «modos», que consistían, según opinión de Julio Anguita, en «sembrar el odio con palabras suaves». Pujol ha logrado destruir el espíritu noble de abrazo y unión que Tarradellas quiso preservar y fundamentar; de Tarradellas a Maragall, todo ha sido decadencia; odio y más odio contra España. Pujol destrozó el espíritu de Tarradellas y Maragall lo remató con un nuevo estatuto para cargarse la Constitución. Es falso pensar que Pujol era un hombre moderado, fue un hombre de odio, sus palabras suaves sembraron odio allá por donde pisó; no fue buen político, ni valioso gobernante, sólo gobernaba su interés y beneficio. Pujol no tuvo nunca una concepción de España ni de Cataluña; carecía de sensibilidad, como buen cazurro y cateto sólo entendió su egoísmo y el afanar los millones que llegaban de esa “España que nos roba”, ya sabemos para qué creó la maligna frasecita; pero sí supo promover un vulgar «argumentario» lesivo, transformar el sagrado bilingüismo en una dictadura monolingüe y provinciana, a costa de manipular el Tribunal Constitucional, al margen del corazón de la vida ciudadana y confundir el rico seny catalán, modélico siempre para la Nación, con una vulgar y formal «mesura» de pequeño comerciante.
C. Mudarra
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