El diario prosocialista "El País" decía con razón, en su edición del 19 de noviembre, que Franco sigue vivo en España, 35 años después de su muerte. Para demostrarlo, cita tres argumentos: el peso de la Iglesia, las fosas y la débil sociedad civil. Lo que ese diario ocultaba es que la verdadera razón de que el dictador siga vivo y presente en la sociedad española es el fracaso de la democracia en su tarea de construir una sociedad mejor.
Aunque todos los gobiernos han contribuido, de alguna manera, al fracaso de la democracia, ha sido el último, el que preside Zapatero, el que más daño ha causado al sistema, hoy desprestigiado ante los ojos de los ciudadanos, que están descubriendo con sorpresa que fueron engañados tras la muerte del dictador, cuando los políticos, en lugar de construir, como dijeron, una democracia, pusieron las bases de una sucia partitocracia donde los ciudadanos han sido marginados y son los partidos y los políticos los que han acaparado todo el poder, las ventajas y los privilegios.
Si al menos la democracia hubiera alcanzado logros en la convivencia, incrementado la cohesión, la justicia y los valores, logrado estrechar el foso que separa a ricos y pobres, creado un Estado racional y eficiente y garantizado la seguridad y la limpieza en los asuntos públicos, la aventura habría merecido la pena y no habría provocado la profunda decepción que atraviesa hoy a España, de parte a parte. Pero el balance de la mal llamada "democracia" es sobrecogedor, acumulando fracasos en educación, cohesión, unidad, seguridad, justicia, igualdad y en otros muchos capítulos.
La imagen dominante de España, 35 años después de la muerte de Franco, es la de un país con casi 5 millones de desempleados, donde avanza cada día más la pobreza, que ha perdido la confianza en sus gobernantes y que se asoma al futuro con miedo. Si a esa imagen lamentable se agregan el desprestigio de la casta política, la existencia de un Estado enfermo de obesidad mórbida y el preocupante avance de la corrupción, con cientos de miles de enchufados y amigos del poder, que parasitan al Estado sin aportar nada a cambio, y el lugar destacado que España ocupa en el ranking mundial del desempleo, la desconfianza ciudadana, el abandono de los jóvenes, la destrucción del tejido productivo, la prostitución, el tráfico y consumo de drogas, el blanqueo de dinero sucio, los abusos y privilegios de la casta política y otras lacras, puede afirmarse que la falsa democracia española, 35 años después de la desaparición del caudillo, lo ha resucitado y ha convertido la nostalgia en algo posible y creciente en algunos sectores del país que se sienten maltratados.
La inexistencia de una sociedad civil no es un fenómeno exclusivo del Franquismo. Hoy, en plena "democracia", la sociedad civil española está estrangulada y casi en estado de coma, tras haber sido ocupada sin misericordia por unos partidos políticos que carecen de control y que han entrado en todos los rincones y santuarios que les están vedados en democracia: religiones, medios de comunicación, universidades, sindicatos, cajas de ahorro, colegios profesionales, asociaciones, fundaciones, instituciones, empresas, cofradías y cientos de espacios que deberían ser independientes y servir de fermento a la sociedad civil.
Los logros más destacados de la democracia española son la ampliación de determinados derechos, la libertad de expresión, parcialmente neutralizada por el férreo control que el poder político ejerce sobre la opinión pública a través de sus aparatos de propaganda y del antidemocrático uso de los medios de comunicación, y la prosperidad, un fenómeno que fascinó a los españoles y al mundo entero durante las décadas de los 80 y los 90, pero que hoy, después de la desastrosa gestión de la crisis por parte de Zapatero y su gobierno, se está esfumando con una velocidad de vértigo.
A 35 años de distancia de la muerte de Franco, el verdadero debate en España debería ser el de la refundación de una democracia que ha resultado frustrante y fracasada y la firme voluntad de crear ahora una nueva, esta vez auténtica, en la que los políticos y sus partidos estén controlados por los ciudadanos, que son los soberanos del sistema, y en la que la corrupción, el abuso y la iniquidad estén castigados por las leyes, dictadas con consenso ciudadano y aplicadas por jueces independientes, ecuánimes y libres de politización.
Aunque todos los gobiernos han contribuido, de alguna manera, al fracaso de la democracia, ha sido el último, el que preside Zapatero, el que más daño ha causado al sistema, hoy desprestigiado ante los ojos de los ciudadanos, que están descubriendo con sorpresa que fueron engañados tras la muerte del dictador, cuando los políticos, en lugar de construir, como dijeron, una democracia, pusieron las bases de una sucia partitocracia donde los ciudadanos han sido marginados y son los partidos y los políticos los que han acaparado todo el poder, las ventajas y los privilegios.
Si al menos la democracia hubiera alcanzado logros en la convivencia, incrementado la cohesión, la justicia y los valores, logrado estrechar el foso que separa a ricos y pobres, creado un Estado racional y eficiente y garantizado la seguridad y la limpieza en los asuntos públicos, la aventura habría merecido la pena y no habría provocado la profunda decepción que atraviesa hoy a España, de parte a parte. Pero el balance de la mal llamada "democracia" es sobrecogedor, acumulando fracasos en educación, cohesión, unidad, seguridad, justicia, igualdad y en otros muchos capítulos.
La imagen dominante de España, 35 años después de la muerte de Franco, es la de un país con casi 5 millones de desempleados, donde avanza cada día más la pobreza, que ha perdido la confianza en sus gobernantes y que se asoma al futuro con miedo. Si a esa imagen lamentable se agregan el desprestigio de la casta política, la existencia de un Estado enfermo de obesidad mórbida y el preocupante avance de la corrupción, con cientos de miles de enchufados y amigos del poder, que parasitan al Estado sin aportar nada a cambio, y el lugar destacado que España ocupa en el ranking mundial del desempleo, la desconfianza ciudadana, el abandono de los jóvenes, la destrucción del tejido productivo, la prostitución, el tráfico y consumo de drogas, el blanqueo de dinero sucio, los abusos y privilegios de la casta política y otras lacras, puede afirmarse que la falsa democracia española, 35 años después de la desaparición del caudillo, lo ha resucitado y ha convertido la nostalgia en algo posible y creciente en algunos sectores del país que se sienten maltratados.
La inexistencia de una sociedad civil no es un fenómeno exclusivo del Franquismo. Hoy, en plena "democracia", la sociedad civil española está estrangulada y casi en estado de coma, tras haber sido ocupada sin misericordia por unos partidos políticos que carecen de control y que han entrado en todos los rincones y santuarios que les están vedados en democracia: religiones, medios de comunicación, universidades, sindicatos, cajas de ahorro, colegios profesionales, asociaciones, fundaciones, instituciones, empresas, cofradías y cientos de espacios que deberían ser independientes y servir de fermento a la sociedad civil.
Los logros más destacados de la democracia española son la ampliación de determinados derechos, la libertad de expresión, parcialmente neutralizada por el férreo control que el poder político ejerce sobre la opinión pública a través de sus aparatos de propaganda y del antidemocrático uso de los medios de comunicación, y la prosperidad, un fenómeno que fascinó a los españoles y al mundo entero durante las décadas de los 80 y los 90, pero que hoy, después de la desastrosa gestión de la crisis por parte de Zapatero y su gobierno, se está esfumando con una velocidad de vértigo.
A 35 años de distancia de la muerte de Franco, el verdadero debate en España debería ser el de la refundación de una democracia que ha resultado frustrante y fracasada y la firme voluntad de crear ahora una nueva, esta vez auténtica, en la que los políticos y sus partidos estén controlados por los ciudadanos, que son los soberanos del sistema, y en la que la corrupción, el abuso y la iniquidad estén castigados por las leyes, dictadas con consenso ciudadano y aplicadas por jueces independientes, ecuánimes y libres de politización.
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