En estos días hemos vivido dos acontecimientos de suma importancia en la Iglesia Católica: La renuncia de Ratzinger y la elección del Nuevo Papa.
El Cardenal Bergoglio, argentino e italiano, procede de una familia de inmigrantes recientes del Piamonte; y es americano, de esa América que es católica porque fue española; quizás el Cónclave se ha dado cuenta que un enorme porcentaje de fieles católicos habla con Dios en español. Es el primer jesuita, argentino y escoge el nombre de Francisco, por San Francisco de Asís, el reformador de la Iglesia en el s. XII, desde abajo, desde la base, mediante el ejemplo y la radicalidad cristiana; el Santo de la pobreza, del servicio, la simplicidad, la sencillez y el desprendimiento. Bergoglio es un hombre de perfil austero, sencillo y humilde; y, a la vez, de alta calidad humana, de gran formación teológica y amplia experiencia. Se vislumbra un papado eminentemente renovador, ya en el balcón habló de fraternidad, de paz y de oración; es un pastor muy cercano a la gente, con la cercanía popular propia de regiones sin aristocracia; dejando su coche y chofer, va en metro y cocina su comida. Ello augura un cambio de rumbo decidido.
Que la Iglesia sufre inquietantes problemas, ya lo dejó caer Benedicto XVI, al dimitir: “Han ganado ellos”, frase mas que significativa de la envergadura que presenta el socavón abierto; a lo que se une lo dicho por el Elegido Francisco: “Sin Jesús en el centro, la Iglesia sólo será una ONG”; más la admonición que les hace a los cardenales: “Sed irreprochables”.
La renuncia de Benedicto XVI, fuera del extraordinario valor del gesto, ha abierto una enorme crisis de fondo, hasta el punto de que ello pudiera iniciar una Nueva Era, en que una recuperada unidad haría posible el triunfo del espíritu evangélico sobre la burocracia; se han abierto demasiadas luces rojas. Benedicto XVI, que no se atrevió, no pudo, al final lanzó abiertos mensajes de repudio a ciertas actitudes de la Curia; se dio cuenta que había que regenerar, hacer limpieza, acometer cambios radicales, poner transparencia en la Institución que en estos últimos años ha sido sacudida por el escándalo de corrupción, de pederastia y de luchas intestinas por el poder.
El Papa Francisco tiene la lidia de un toro muy difícil, pero al menos cuenta con la tradición de mitad monje y mitad soldado que caracterizó a su orden, que combinada con la tradicional fraternidad franciscana puede serle útil. Un jesuita asume la dirección de la Iglesia tras una larga trayectoria de una obra que nació hace casi cinco siglos, como brazo evangelizador del Pontífice, lo que podrá serle de ayuda en este momento de la Historia, unos tiempos confusos en cuanto la percepción de lo trascendental; son complejos, porque los hechos de la comunicación globalizada, más la sensación de la importancia del bienestar terrenal, frente a los valores espirituales, parece impedir el ámbito a la religión mayoritaria por el intento de reducirla al marco privado por parte de la desafección militante, o de la hostilidad manifiesta, de quienes desdeñan el hecho trascendente, como algo repudiable y ofensivo, pero olvidan o quieren olvidar, que la civilización se sustenta en valores, entre los que priman la caridad, la justicia social y la esperanza.
En una época extremadamente laica, en lo político y mediático, económico y social, la Iglesia Católica, como guía y cuna de los asuntos vitales de los hombres, desde el nacimiento a la muerte, permanece viva en gran parte del mundo. El Papa Entrante impondrá en plano prioritario de la Iglesia mundial a los sufrientes y las bolsas de miseria que él ha visto a diario; y, sin duda, ha de poner en lo esencial el Evangelio, ventilar el ambiente enrarecido mediante una reordenación enérgica de la Curia, zarandeada por escándalos tan dolorosos, como los de tipo sexual, el de la banca vaticana que desobedeció olímpicamente al Papa y las luchas internas.
El primer Papa jesuita va a poner el acento justamente en los más desfavorecidos, que no están precisamente en la Vieja Europa, matriz del catolicismo, sino en la América siempre emergente, pero no emergida.
C. Mudarra
El Cardenal Bergoglio, argentino e italiano, procede de una familia de inmigrantes recientes del Piamonte; y es americano, de esa América que es católica porque fue española; quizás el Cónclave se ha dado cuenta que un enorme porcentaje de fieles católicos habla con Dios en español. Es el primer jesuita, argentino y escoge el nombre de Francisco, por San Francisco de Asís, el reformador de la Iglesia en el s. XII, desde abajo, desde la base, mediante el ejemplo y la radicalidad cristiana; el Santo de la pobreza, del servicio, la simplicidad, la sencillez y el desprendimiento. Bergoglio es un hombre de perfil austero, sencillo y humilde; y, a la vez, de alta calidad humana, de gran formación teológica y amplia experiencia. Se vislumbra un papado eminentemente renovador, ya en el balcón habló de fraternidad, de paz y de oración; es un pastor muy cercano a la gente, con la cercanía popular propia de regiones sin aristocracia; dejando su coche y chofer, va en metro y cocina su comida. Ello augura un cambio de rumbo decidido.
Que la Iglesia sufre inquietantes problemas, ya lo dejó caer Benedicto XVI, al dimitir: “Han ganado ellos”, frase mas que significativa de la envergadura que presenta el socavón abierto; a lo que se une lo dicho por el Elegido Francisco: “Sin Jesús en el centro, la Iglesia sólo será una ONG”; más la admonición que les hace a los cardenales: “Sed irreprochables”.
La renuncia de Benedicto XVI, fuera del extraordinario valor del gesto, ha abierto una enorme crisis de fondo, hasta el punto de que ello pudiera iniciar una Nueva Era, en que una recuperada unidad haría posible el triunfo del espíritu evangélico sobre la burocracia; se han abierto demasiadas luces rojas. Benedicto XVI, que no se atrevió, no pudo, al final lanzó abiertos mensajes de repudio a ciertas actitudes de la Curia; se dio cuenta que había que regenerar, hacer limpieza, acometer cambios radicales, poner transparencia en la Institución que en estos últimos años ha sido sacudida por el escándalo de corrupción, de pederastia y de luchas intestinas por el poder.
El Papa Francisco tiene la lidia de un toro muy difícil, pero al menos cuenta con la tradición de mitad monje y mitad soldado que caracterizó a su orden, que combinada con la tradicional fraternidad franciscana puede serle útil. Un jesuita asume la dirección de la Iglesia tras una larga trayectoria de una obra que nació hace casi cinco siglos, como brazo evangelizador del Pontífice, lo que podrá serle de ayuda en este momento de la Historia, unos tiempos confusos en cuanto la percepción de lo trascendental; son complejos, porque los hechos de la comunicación globalizada, más la sensación de la importancia del bienestar terrenal, frente a los valores espirituales, parece impedir el ámbito a la religión mayoritaria por el intento de reducirla al marco privado por parte de la desafección militante, o de la hostilidad manifiesta, de quienes desdeñan el hecho trascendente, como algo repudiable y ofensivo, pero olvidan o quieren olvidar, que la civilización se sustenta en valores, entre los que priman la caridad, la justicia social y la esperanza.
En una época extremadamente laica, en lo político y mediático, económico y social, la Iglesia Católica, como guía y cuna de los asuntos vitales de los hombres, desde el nacimiento a la muerte, permanece viva en gran parte del mundo. El Papa Entrante impondrá en plano prioritario de la Iglesia mundial a los sufrientes y las bolsas de miseria que él ha visto a diario; y, sin duda, ha de poner en lo esencial el Evangelio, ventilar el ambiente enrarecido mediante una reordenación enérgica de la Curia, zarandeada por escándalos tan dolorosos, como los de tipo sexual, el de la banca vaticana que desobedeció olímpicamente al Papa y las luchas internas.
El primer Papa jesuita va a poner el acento justamente en los más desfavorecidos, que no están precisamente en la Vieja Europa, matriz del catolicismo, sino en la América siempre emergente, pero no emergida.
C. Mudarra
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