Hace días asistí en Madrid a una reunión con periodistas y comunicadores expertos en marketing político para discutir sobre "Estrategias de Comunicación Política". Salí tan frustrado de aquel encuentro que he decidido contar mis imporesiones para diluir, en lo posible, la frustración profesional y científica que me produjo aquella cita.
A los diez minutos de empezar el debate descubrí que aquello era una reunión de mentirosos que discutían sobre la manera más eficaz de mentir. Todos otorgaban a las estrategias más improtancia que a los contenidos de los mensajes, más valor al político y a sus intereses que a los intereses de los ciudadanos y de la nación, un planteamiento perverso con el que en nada estoy de acuerdo.
Hablaron de recursos de comunicación tan conocidos como utilizar las redes sociales para "ganar adeptos", conseguir titulares en los medios y desacreditar y destrozar los planteamientos del adversario. Se extendieron en analizar la mejor forma de utilizar el ventilador para esparcir inmundicias y mentiras, en cómo confundir a la audiencia y de que forma ocultar las propias debilidades y carencias, explotando las del contrario.
Aquello me parecía un auténtico disparate. Les dije que las estrategias eran importantes, pero que mucho más importantes eran los mensajes. Les expliqué que la única manera de ganar unas elecciones es conectar con la audiencia y decirle a los ciudadanos lo que los ciudadanos quieren escuchar. Les cité el ejemplo de los republicanos que ganaron varias elecciones en Estados Unidos porque ellos transmitían al pueblo americano la imagen de un padre severo y recto que daba seguridad y cuidaba a la familia. Reagan, el forzudo Schwarzenegger y los Bush eran parte de ese mensaje ganador. Les dije que Obama ganó las últimas elecciones americanas porque los americanos pensaban que el padre severo se había hecho inmoral (con Georges W. Bush), que había llegado demasiado lejos y deseaban, con todas sus fuerzas, un retorno a la ética y a la decencia, valores que Obama supo encarnar a la perfección.
Algunos valoraron la aportación, pero la mayoría dijo que esas consideraciones eran tonterías y que lo importante, en comunicación política, es lograr que los mensajes se abran camino y se implanten. Dijeron que el candidato "es un producto que hay que vender" y que las técnicas de venta son casi idénticas a las que se utilizan para imponer un detergente en el mercado. Yo sabía que ese es el planteamiento clásico y al uso en marketing político, pero, personalmente, pienso que los tiempos han cambiado y que el público desea más autenticidad, solvencia y valores en los candidatos que la que observan en un detergente o una lavadora. Les repliqué entonces, con mayor detalle, mi tesis tesis de que los únicos mensajes que logran implantarse son aquellos que los ciudadanos quieren escuchar y asumir. Insistí en que Obama no ganó las elecciones porque su equipo empleara mejor el marketing y la comunicación, sino porque le dijo a los americanos lo que querían oir y porque sus promesas eran las esperadas. Como consecuencia, el pueblo le votó.
La reunión se tornó farragosa y yo me sentía cada vez más frustrado y alejado del núcleo. Me marché pronto, dos horas y diez minutos después de que comenzara, con el sentimiento de que la contaminación de la política española había llegado también hasta los consultores de comunicación y los había convertidos en lo que sus clientes, los políticos, deseaban: sagaces expertos en mentiras y engaños.
La realidad confirma esa conclusión porque si analizamos las campañas que están desarrollando los dos grandes partidos políticos españoles, descubrimos que ninguna de ella está lanzando los mensajes que los españoles quieren oir. Los ciudadanos, cuando España está en crisis, tiene a cinco millones de parados en sus calles y plazas, ha perdido la confianza en los políticos y avanza hacia la ruína y el fracaso, quieren escuchar promesas creíbles de cambio profundo, honradez, austeridad, limpieza, democracia auténtica, separación de poderes y castigo implacable a los miles de políticos sinverguenzas y corruptos que han infectado la política española.
Comprendo que este planteamiento es demasiado comprometido y decente para que puedan asumirlo y emitirlo el PP y el PSOE, partidos cuya fe en la democracia auténtica es prácticamente nula y transformados ambos en organizaciones de poder, verticales, autoritarias, sin democracia interna, dominadas por la sumisión al lider, incapaces de afrontar el debate libre y convertidas en enormes y poderosas fábricas de privilegios y de dirigentes mediocres, sin preparación alguna para gestionar una democracia de hombres y mujeres libres y responsables.
El PP está basando su campaña en acelerar el desgaste del PSOE y su mensaje central es que, ante la catátrofe del liderazgo socialista, sólo hay una opción: votar al PP, un partido capaz de devolver la prosperidad a los españoles.
El PSOE, por su parte, desmoralizado por el pésimo liderazgo de Zapatero, que ha concitado el mayor rechazo ciudadano a un líder en España, desde principios del siglo XX, basa su campaña en mentir anunciando que la recuperación económica está cerca y en demostrar que el PP y el PSOE son más o menos la misma cosa, dos partidos igualados en corrupción, abusos de poder y errores, pero con la diferencia de que el socialismo se preocupa más de los débiles y desposeidos.
Ninguno de los dos partidos se dirige al grueso de los ciudadanos españoles, ni les dice lo que quieren oir: nada de regeneración, ninguna condena profunda del podrido sistema, ningún propósito de reforzar la independencia de la Justicia, ningún cambio en la ley Electoral, ninguna promesa de abandonar los pactos contra natura con los nacionalismos cargados de odio a España, ni un gramo de rectitud y firmeza frente a la corrupción.
El mensaje del PP está dirigido a los españoles cabreados y el del PSOE a su militancia y a toda la izquierda. Ambos trabajan para masas fanatizadas que se mueven por el odio al adversario. Ninguno tiene el valor de dirigirse a los verdaderos ciudadanos, ni a una sociedad española altamente preocupado, que lo que anhela es una autentica revolución de la decencia, un cambio profundo y ético en el sistema, un avance sustancial hacia la democracia auténtica, que limite el poder de los partidos, que acabe con los sucios privilegios de la casta política, que recupere el concepto de bien común, que castigue ejemplarmente la corrupción, que devuelva independencia y fuerza a la Justicia y que convierta al ciudadano en lo que realmente debe ser: el protagonista y el soberano del sistema.
Los españoles, sin los mensajes que esperan y sin las promesas que necesitan, irán a las próximas elecciones de mayo huerfanos de esperanza y la victoria dependerá de lo que unos odien al contrario, del fanatismo de otros y de la frustración generalizada.
Una verdadera lástima, pero lógica si se tiene en cuenta que los españoles estamos en manos de una de las peores clases dirigentes del mundo.
A los diez minutos de empezar el debate descubrí que aquello era una reunión de mentirosos que discutían sobre la manera más eficaz de mentir. Todos otorgaban a las estrategias más improtancia que a los contenidos de los mensajes, más valor al político y a sus intereses que a los intereses de los ciudadanos y de la nación, un planteamiento perverso con el que en nada estoy de acuerdo.
Hablaron de recursos de comunicación tan conocidos como utilizar las redes sociales para "ganar adeptos", conseguir titulares en los medios y desacreditar y destrozar los planteamientos del adversario. Se extendieron en analizar la mejor forma de utilizar el ventilador para esparcir inmundicias y mentiras, en cómo confundir a la audiencia y de que forma ocultar las propias debilidades y carencias, explotando las del contrario.
Aquello me parecía un auténtico disparate. Les dije que las estrategias eran importantes, pero que mucho más importantes eran los mensajes. Les expliqué que la única manera de ganar unas elecciones es conectar con la audiencia y decirle a los ciudadanos lo que los ciudadanos quieren escuchar. Les cité el ejemplo de los republicanos que ganaron varias elecciones en Estados Unidos porque ellos transmitían al pueblo americano la imagen de un padre severo y recto que daba seguridad y cuidaba a la familia. Reagan, el forzudo Schwarzenegger y los Bush eran parte de ese mensaje ganador. Les dije que Obama ganó las últimas elecciones americanas porque los americanos pensaban que el padre severo se había hecho inmoral (con Georges W. Bush), que había llegado demasiado lejos y deseaban, con todas sus fuerzas, un retorno a la ética y a la decencia, valores que Obama supo encarnar a la perfección.
Algunos valoraron la aportación, pero la mayoría dijo que esas consideraciones eran tonterías y que lo importante, en comunicación política, es lograr que los mensajes se abran camino y se implanten. Dijeron que el candidato "es un producto que hay que vender" y que las técnicas de venta son casi idénticas a las que se utilizan para imponer un detergente en el mercado. Yo sabía que ese es el planteamiento clásico y al uso en marketing político, pero, personalmente, pienso que los tiempos han cambiado y que el público desea más autenticidad, solvencia y valores en los candidatos que la que observan en un detergente o una lavadora. Les repliqué entonces, con mayor detalle, mi tesis tesis de que los únicos mensajes que logran implantarse son aquellos que los ciudadanos quieren escuchar y asumir. Insistí en que Obama no ganó las elecciones porque su equipo empleara mejor el marketing y la comunicación, sino porque le dijo a los americanos lo que querían oir y porque sus promesas eran las esperadas. Como consecuencia, el pueblo le votó.
La reunión se tornó farragosa y yo me sentía cada vez más frustrado y alejado del núcleo. Me marché pronto, dos horas y diez minutos después de que comenzara, con el sentimiento de que la contaminación de la política española había llegado también hasta los consultores de comunicación y los había convertidos en lo que sus clientes, los políticos, deseaban: sagaces expertos en mentiras y engaños.
La realidad confirma esa conclusión porque si analizamos las campañas que están desarrollando los dos grandes partidos políticos españoles, descubrimos que ninguna de ella está lanzando los mensajes que los españoles quieren oir. Los ciudadanos, cuando España está en crisis, tiene a cinco millones de parados en sus calles y plazas, ha perdido la confianza en los políticos y avanza hacia la ruína y el fracaso, quieren escuchar promesas creíbles de cambio profundo, honradez, austeridad, limpieza, democracia auténtica, separación de poderes y castigo implacable a los miles de políticos sinverguenzas y corruptos que han infectado la política española.
Comprendo que este planteamiento es demasiado comprometido y decente para que puedan asumirlo y emitirlo el PP y el PSOE, partidos cuya fe en la democracia auténtica es prácticamente nula y transformados ambos en organizaciones de poder, verticales, autoritarias, sin democracia interna, dominadas por la sumisión al lider, incapaces de afrontar el debate libre y convertidas en enormes y poderosas fábricas de privilegios y de dirigentes mediocres, sin preparación alguna para gestionar una democracia de hombres y mujeres libres y responsables.
El PP está basando su campaña en acelerar el desgaste del PSOE y su mensaje central es que, ante la catátrofe del liderazgo socialista, sólo hay una opción: votar al PP, un partido capaz de devolver la prosperidad a los españoles.
El PSOE, por su parte, desmoralizado por el pésimo liderazgo de Zapatero, que ha concitado el mayor rechazo ciudadano a un líder en España, desde principios del siglo XX, basa su campaña en mentir anunciando que la recuperación económica está cerca y en demostrar que el PP y el PSOE son más o menos la misma cosa, dos partidos igualados en corrupción, abusos de poder y errores, pero con la diferencia de que el socialismo se preocupa más de los débiles y desposeidos.
Ninguno de los dos partidos se dirige al grueso de los ciudadanos españoles, ni les dice lo que quieren oir: nada de regeneración, ninguna condena profunda del podrido sistema, ningún propósito de reforzar la independencia de la Justicia, ningún cambio en la ley Electoral, ninguna promesa de abandonar los pactos contra natura con los nacionalismos cargados de odio a España, ni un gramo de rectitud y firmeza frente a la corrupción.
El mensaje del PP está dirigido a los españoles cabreados y el del PSOE a su militancia y a toda la izquierda. Ambos trabajan para masas fanatizadas que se mueven por el odio al adversario. Ninguno tiene el valor de dirigirse a los verdaderos ciudadanos, ni a una sociedad española altamente preocupado, que lo que anhela es una autentica revolución de la decencia, un cambio profundo y ético en el sistema, un avance sustancial hacia la democracia auténtica, que limite el poder de los partidos, que acabe con los sucios privilegios de la casta política, que recupere el concepto de bien común, que castigue ejemplarmente la corrupción, que devuelva independencia y fuerza a la Justicia y que convierta al ciudadano en lo que realmente debe ser: el protagonista y el soberano del sistema.
Los españoles, sin los mensajes que esperan y sin las promesas que necesitan, irán a las próximas elecciones de mayo huerfanos de esperanza y la victoria dependerá de lo que unos odien al contrario, del fanatismo de otros y de la frustración generalizada.
Una verdadera lástima, pero lógica si se tiene en cuenta que los españoles estamos en manos de una de las peores clases dirigentes del mundo.
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