En la penuria que se ha depositado en nuestro tiempo, tiene mucho que ver esta extenuante crisis múltiple que entorpece el diario vivir; la crisis se ha convertido en un recurrente lugar común que lo define, casi siempre en su vertiente económica; vive el hombre una desazón de incertidumbre, sumido en la desesperanza, tanto mayor cuanto más altas son sus expectativas de expansión y de futuro de un bienestar que se escapa volatizado en el páramo de la insolvencia económica y la falta de escrúpulos de nuestros políticos y dirigentes discapacitados. Se empieza a recurrir a determinados preceptos y valores, desechados como antiguallas inservibles, para inyectarlos en el debilitado tejido social y en el infecto declive político.
Los pensadores anuncian que estamos en una encrucijada, vivimos el final de un tiempo que ya no volverá, comienza otra etapa; la crisis no significa más que un cambio, un vuelco de vertiente hacia otra ladera de la historia, un tiempo de ansiedad, de un brusco empeoramiento de pérdidas esenciales, que se refieren, no sólo a los recursos económicos, sino también a la construcción de un sistema moral y de parámetros tradicionales y religiosos, que vienen sufriendo el ataque social y la manipulación política, ante la indiferencia generalizada de los responsables políticos que no han considerado que tales cuestiones son simples adornos de una sociedad de ricos.
El profundo sentido de esta crisis reside en que ha puesto al descubierto la deriva de las concepciones de esta sociedad, que se ha dejado sacudir los valores que daban consistencia al entramado moral de nuestra existencia colectiva; pues la recesión nos ha hecho descubrir el error tenaz que era vivir bajo la alegre confianza en un bienestar económico y una perspectiva de constante desarrollo material. La vieja Europa, que dio vida a los principios esenciales que suscitaron su historia y su realización en la modernidad, va a dejarle a las nuevas generaciones, una triste herencia de ruina económica y destrucción de las conexiones sociales y tendrá que hacerlo, además, expropiada de los asideros ideológicos, desarmada por la inconsciente zafiedad y desprovista del conocimiento y de la necesidad sincera del saber. Se ha preferido tener a ser.
Esta sociedad angustiada sufre las penalidades materiales, que acarreó la ebriedad del despilfarro, porque para los nuevos ricos insatisfechos e indecentes, acomodados en poltronas políticas, todo estaba permitido, todo era relativo, el interés propio no tenía límite en la búsqueda frenética del placer inmediato, sólo les movía la consigna pública y la hipnosis adormidera televisiva. Así, en medio del vacío moral, el sistema educativo hizo suyas la crisis de autoridad en el aula, la promoción adquirida sin mérito, la enseñanza lúdica carente de disciplina y la formación sin esfuerzo, quedaba abolida la admiración por la inteligencia y la exigencia de responsabilidad. El vivir se ha desvirtuado por la lógica de un mundo sin raíces humanistas y sin compromiso con el valor social de la existencia.
Esta crisis ha destacado la indefensión de la sociedad que creyó posible desasirse de sus propios fundamentos éticos y olvidarse de lo que eran las razones del desarrollo económico y del alcance del bienestar.
C. Mudarra
Los pensadores anuncian que estamos en una encrucijada, vivimos el final de un tiempo que ya no volverá, comienza otra etapa; la crisis no significa más que un cambio, un vuelco de vertiente hacia otra ladera de la historia, un tiempo de ansiedad, de un brusco empeoramiento de pérdidas esenciales, que se refieren, no sólo a los recursos económicos, sino también a la construcción de un sistema moral y de parámetros tradicionales y religiosos, que vienen sufriendo el ataque social y la manipulación política, ante la indiferencia generalizada de los responsables políticos que no han considerado que tales cuestiones son simples adornos de una sociedad de ricos.
El profundo sentido de esta crisis reside en que ha puesto al descubierto la deriva de las concepciones de esta sociedad, que se ha dejado sacudir los valores que daban consistencia al entramado moral de nuestra existencia colectiva; pues la recesión nos ha hecho descubrir el error tenaz que era vivir bajo la alegre confianza en un bienestar económico y una perspectiva de constante desarrollo material. La vieja Europa, que dio vida a los principios esenciales que suscitaron su historia y su realización en la modernidad, va a dejarle a las nuevas generaciones, una triste herencia de ruina económica y destrucción de las conexiones sociales y tendrá que hacerlo, además, expropiada de los asideros ideológicos, desarmada por la inconsciente zafiedad y desprovista del conocimiento y de la necesidad sincera del saber. Se ha preferido tener a ser.
Esta sociedad angustiada sufre las penalidades materiales, que acarreó la ebriedad del despilfarro, porque para los nuevos ricos insatisfechos e indecentes, acomodados en poltronas políticas, todo estaba permitido, todo era relativo, el interés propio no tenía límite en la búsqueda frenética del placer inmediato, sólo les movía la consigna pública y la hipnosis adormidera televisiva. Así, en medio del vacío moral, el sistema educativo hizo suyas la crisis de autoridad en el aula, la promoción adquirida sin mérito, la enseñanza lúdica carente de disciplina y la formación sin esfuerzo, quedaba abolida la admiración por la inteligencia y la exigencia de responsabilidad. El vivir se ha desvirtuado por la lógica de un mundo sin raíces humanistas y sin compromiso con el valor social de la existencia.
Esta crisis ha destacado la indefensión de la sociedad que creyó posible desasirse de sus propios fundamentos éticos y olvidarse de lo que eran las razones del desarrollo económico y del alcance del bienestar.
C. Mudarra
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