El fraude fiscal no es lo fundamental; lo importante es el fraude institucional, como se gasta nuestro dinero. No es posible que el Estado además de llegar a la confiscación, la supere con el robo. Va contra la razón que un Estado democrático te robe 6 meses de tu vida para alimentar a parásitos y a un exceso de burocracia que no necesitamos.
Recalco lo del Estado democrático porque hemos de repensar hacia donde nos dirigimos con estas medidas. Que esto lo haga un Estado totalitario donde el Estado transciende al ciudadano, me parece hasta normal. Es común que en un Estado totalitario la gente trabaje para el Estado que es una especie de Dios humano tal y como lo conciben los comunistas y demás ideologías de pelaje totalitario. Pero que esto ocurra en un llamado Estado democrático donde se supone que los ciudadanos son la base y el fundamento de su existencia no me parece tan lógico.
Creamos una comunidad con el deseo de organizar nuestras vidas de una manera razonable y para ello cedemos al Estado parte de nuestros derechos en pro de una mejor administración de nuestros recursos. Cedemos la justicia para evitar que tengamos que tomarla cada uno por nuestra cuenta, cedemos parte de nuestros ingresos para garantizar unos mínimos recursos que alcancen a todos, de manera que aspectos como la educación y la sanidad, así como las dependencias sean atendidas. Pero una cosa es ceder para que el Estado garantice unas mínimas reglas de juego, nuestra protección y unas garantías jurídicas y otra es que tengamos que mantener a un monstruo.
El Estado se ha distorsionado y ha dejado de ser ese aparato garante de las reglas de juego para convertirse en el Leviatán que nos oprime. Y lo ha hecho bajo el imperio de la ley, lo cual significa que hay una transformación aberrante de las leyes porque han perdido ese recorrido que las legitima y que las hace moralmente aceptables por todos. El procedimiento legitimador de la norma se ha pervertido, hace que las leyes sean jurídicamente correctas pero moralmente rechazables.
Y esto ocurre porque el propio sistema político hace que todo se haya distorsionado, hemos creído que unas mínimas reglas elementales ya teníamos un sistema democrático. Votamos cada cuatro años y ya está, somos demócratas. Pero no es así, nos imponen los nombres de aquellos a quienes tenemos que elegir dentro de los cinco sistemas electorales que padecemos en éste país (Congreso, Senado, Locales, Autonómicas y Europeas), creemos que las listas abiertas del Senado nos dan la opción de seleccionar al candidato y no es así, ya viene cocinado de arriba, asi con el resto.
Todo ello llega a conformar instituciones donde no conocemos a quienes las ocupan, llegando a darse el caso de que uno puede llegar a presidirlas sin haber sido votado por los electores, véase el caso de Susana Díaz o Alberto Fabra o el reparto del Tribunal Constitucional o el de muchos otros organismos en manos de auténticos desconocidos cuyo único mérito es caerle bien al Señor de las listas, es el caso del último candidato a la Junta de Andalucia por el PP.
Bien, todo esto no hace mas que deslegitimar el procedimiento legitimador de las normas porque ese mismo procedimiento que debe tener su origen en las demandas sociales hasta transformarse en ley es roto de manera brusca por este tipo de designaciones deslegitimadoras del proceso democratizador que las decisiones de los elegidos deben llevar consigo. Hasta tal punto lo rompe que candidato y elector acaban teniendo intereses contrapuestos. Y no es de extrañar entre elementos que ni se conocen ni se reconocen en nuestro sistema electoral.
Todo ello acaba por distorsionar el sistema político hasta pensar que uno gobierna y toma decisiones para quien lo nombra y no para el ciudadano que se supone representa. De todo este diseño imperfecto no puede salir mas que una red de intercambio de favores al margen de los ciudadanos, un gigantesco intercambio de favores que olvida lo esencial: el ciudadano. Y con él, al sistema que representa, la democracia.
Carlos RH
Recalco lo del Estado democrático porque hemos de repensar hacia donde nos dirigimos con estas medidas. Que esto lo haga un Estado totalitario donde el Estado transciende al ciudadano, me parece hasta normal. Es común que en un Estado totalitario la gente trabaje para el Estado que es una especie de Dios humano tal y como lo conciben los comunistas y demás ideologías de pelaje totalitario. Pero que esto ocurra en un llamado Estado democrático donde se supone que los ciudadanos son la base y el fundamento de su existencia no me parece tan lógico.
Creamos una comunidad con el deseo de organizar nuestras vidas de una manera razonable y para ello cedemos al Estado parte de nuestros derechos en pro de una mejor administración de nuestros recursos. Cedemos la justicia para evitar que tengamos que tomarla cada uno por nuestra cuenta, cedemos parte de nuestros ingresos para garantizar unos mínimos recursos que alcancen a todos, de manera que aspectos como la educación y la sanidad, así como las dependencias sean atendidas. Pero una cosa es ceder para que el Estado garantice unas mínimas reglas de juego, nuestra protección y unas garantías jurídicas y otra es que tengamos que mantener a un monstruo.
El Estado se ha distorsionado y ha dejado de ser ese aparato garante de las reglas de juego para convertirse en el Leviatán que nos oprime. Y lo ha hecho bajo el imperio de la ley, lo cual significa que hay una transformación aberrante de las leyes porque han perdido ese recorrido que las legitima y que las hace moralmente aceptables por todos. El procedimiento legitimador de la norma se ha pervertido, hace que las leyes sean jurídicamente correctas pero moralmente rechazables.
Y esto ocurre porque el propio sistema político hace que todo se haya distorsionado, hemos creído que unas mínimas reglas elementales ya teníamos un sistema democrático. Votamos cada cuatro años y ya está, somos demócratas. Pero no es así, nos imponen los nombres de aquellos a quienes tenemos que elegir dentro de los cinco sistemas electorales que padecemos en éste país (Congreso, Senado, Locales, Autonómicas y Europeas), creemos que las listas abiertas del Senado nos dan la opción de seleccionar al candidato y no es así, ya viene cocinado de arriba, asi con el resto.
Todo ello llega a conformar instituciones donde no conocemos a quienes las ocupan, llegando a darse el caso de que uno puede llegar a presidirlas sin haber sido votado por los electores, véase el caso de Susana Díaz o Alberto Fabra o el reparto del Tribunal Constitucional o el de muchos otros organismos en manos de auténticos desconocidos cuyo único mérito es caerle bien al Señor de las listas, es el caso del último candidato a la Junta de Andalucia por el PP.
Bien, todo esto no hace mas que deslegitimar el procedimiento legitimador de las normas porque ese mismo procedimiento que debe tener su origen en las demandas sociales hasta transformarse en ley es roto de manera brusca por este tipo de designaciones deslegitimadoras del proceso democratizador que las decisiones de los elegidos deben llevar consigo. Hasta tal punto lo rompe que candidato y elector acaban teniendo intereses contrapuestos. Y no es de extrañar entre elementos que ni se conocen ni se reconocen en nuestro sistema electoral.
Todo ello acaba por distorsionar el sistema político hasta pensar que uno gobierna y toma decisiones para quien lo nombra y no para el ciudadano que se supone representa. De todo este diseño imperfecto no puede salir mas que una red de intercambio de favores al margen de los ciudadanos, un gigantesco intercambio de favores que olvida lo esencial: el ciudadano. Y con él, al sistema que representa, la democracia.
Carlos RH
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