La Ley de Transparencia trata de abrirse paso con la colaboración de los ciudadanos. Pero hay que estar atentos, porque los corruptos ya se preparan para no ceder en su manera de vivir y sobrevivir a base de trampas y tramas. Lo contrario de transparencia es oscuridad, opacidad, suciedad. El pueblo lo dice muy bien, cuando se encuentra con alguien que es sucio en sus gestiones e intenciones. Y lo expresa así: “Ese es un lía-lía.”
El oficio de “lía-lía” es antiguo. Cuando estábamos en activo en la enseñanza, teníamos un compañero en el claustro de profesores que, en los momentos más importantes, salía con una pata de banco y reventaba la reunión. Una vez, estando presente el inspector, salió con una de las suyas. El inspector, hombre experto, conocía a este tipo de gente. Captó enseguida sus intenciones y le dijo: “Por favor, usted es un “lía-lía, a quien no le interesan los alumnos.” La regañina surtió efecto durante algún tiempo.”
En los debates políticos, es fácil encontrar a este tipo de gente. Con frecuencia hay politicastros que intentan torcer el rumbo de los problemas más serios y salir con una demagogia graciosilla, para que el público aplauda y se pierda el rumbo del debate, aludiendo a mojigangas e incluso “a la conferencia episcopal”. Hace unos días, fuimos testigos de este caso. Afortunadamente, el público ya se va dando cuenta de dónde salen las balas y el pobre calibre que tienen.
Nuestra democracia hace aguas, porque tenemos vocingleros y “lía-lías” preparados para reventar reuniones, decir lindezas para que el público caiga en la trampa y oscurecer los casos de corrupción que salen a diario. Lo malo es que muchos coordinadores de estos debates y espectáculos suelen hacer lo mismo. Y son ellos los que deberían ser imparciales y cuidadores del orden, pero de ordinario se hacen los locos, callan al contrario y protegen a los “lía-lías”.
En los momentos más inoportunos, surgen los vocingleros cortando a los que tienen la palabra. A veces hablan tres o cuatro a la vez y es imposible oír lo que dicen. Los coordinadores no sólo no imponen su autoridad para conceder el turno de palabra, se callan como muertos y muestran su parcialidad oyendo exclusivamente a los que les interesa. En cuarenta años de democracia, todavía no hemos sido capaces de exigir la primera norma del debate, “conceder la palabra a quien le corresponda y callar a los “lía-lías” que vociferan.”
La solución no es tan difícil, bastaría con que una luz indiscreta, pulsada por el coordinador, denunciara al lía-lía que se traga el tiempo de los demás o al que no le corresponde la palabra. Dejarían al descubierto a los que no son capaces de respetar al que habla. Pero me temo que ni los coordinadores ni las propias cadenas están por la labor. No intentan mantener el orden en los debates públicos, porque les temen a los “lía-lías” y les basta con aumentar la audiencia. Así, muchos debates y programas se han convertido en tertulias baratas de corral de vecinos.
Juan Leiva
El oficio de “lía-lía” es antiguo. Cuando estábamos en activo en la enseñanza, teníamos un compañero en el claustro de profesores que, en los momentos más importantes, salía con una pata de banco y reventaba la reunión. Una vez, estando presente el inspector, salió con una de las suyas. El inspector, hombre experto, conocía a este tipo de gente. Captó enseguida sus intenciones y le dijo: “Por favor, usted es un “lía-lía, a quien no le interesan los alumnos.” La regañina surtió efecto durante algún tiempo.”
En los debates políticos, es fácil encontrar a este tipo de gente. Con frecuencia hay politicastros que intentan torcer el rumbo de los problemas más serios y salir con una demagogia graciosilla, para que el público aplauda y se pierda el rumbo del debate, aludiendo a mojigangas e incluso “a la conferencia episcopal”. Hace unos días, fuimos testigos de este caso. Afortunadamente, el público ya se va dando cuenta de dónde salen las balas y el pobre calibre que tienen.
Nuestra democracia hace aguas, porque tenemos vocingleros y “lía-lías” preparados para reventar reuniones, decir lindezas para que el público caiga en la trampa y oscurecer los casos de corrupción que salen a diario. Lo malo es que muchos coordinadores de estos debates y espectáculos suelen hacer lo mismo. Y son ellos los que deberían ser imparciales y cuidadores del orden, pero de ordinario se hacen los locos, callan al contrario y protegen a los “lía-lías”.
En los momentos más inoportunos, surgen los vocingleros cortando a los que tienen la palabra. A veces hablan tres o cuatro a la vez y es imposible oír lo que dicen. Los coordinadores no sólo no imponen su autoridad para conceder el turno de palabra, se callan como muertos y muestran su parcialidad oyendo exclusivamente a los que les interesa. En cuarenta años de democracia, todavía no hemos sido capaces de exigir la primera norma del debate, “conceder la palabra a quien le corresponda y callar a los “lía-lías” que vociferan.”
La solución no es tan difícil, bastaría con que una luz indiscreta, pulsada por el coordinador, denunciara al lía-lía que se traga el tiempo de los demás o al que no le corresponde la palabra. Dejarían al descubierto a los que no son capaces de respetar al que habla. Pero me temo que ni los coordinadores ni las propias cadenas están por la labor. No intentan mantener el orden en los debates públicos, porque les temen a los “lía-lías” y les basta con aumentar la audiencia. Así, muchos debates y programas se han convertido en tertulias baratas de corral de vecinos.
Juan Leiva
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