Existe un consenso generalizado, incluso entre los que votaron por él, de que George W. Bush ha sido el peor presidente de Estados Unidos que se recuerda y que ha infligido a Estados Unidos un daño a largo plazo que, en algunos casos, tardará generaciones en repararse. Sus «proezas» en política exterior son famosas y han tenido como consecuencia la erosión de la reputación y la influencia de Estados Unidos y la pérdida de respeto, además de llevar al país a un abismo sin precedentes. Económicamente heredó un mercado sólido y unas políticas fiscales y monetarias responsables. Todo lo que tenía que hacer Bush era seguir en la misma línea, pero manteniéndose alerta. Su negligente forma de hacer las cosas, no sus políticas, fueron lo que facilitó que se produjera la catastrófica crisis del otoño de 2008. La herida más profunda se ha producido en el terreno de lo social. Con sus políticas, pero sobre todo con su actitud y su retórica, agrandó las divisiones políticas, acentuó las diferencias sociales y prácticamente satanizó a la oposición. Lo más destacable de su persona era su impresionante desconocimiento de sí mismo, el increíble desajuste entre la percepción que tenía de sí y la que tenían los demás.
Está claro que España no es Estados Unidos. Pero hay unos parecidos asombrosos entre el daño que causó Bush y el que está causando José Luis Rodríguez Zapatero, y que de hecho, también se debe a su personalidad. Incluso muchos de los que antes defendían a Zapatero están empezando a pensar que la historia lo juzgará como el George W. Bush español. En política exterior, no recuerdo un declive tan precipitado en la influencia o el estatus de ningún Estado miembro de la UE. Cuando Zapatero asumió el cargo, España, gracias a sus logros internos y al sobrio liderazgo de sus dos predecesores, -junto con la siempre elevada profesionalidad del cuerpo diplomático español-, había llegado a considerarse parte del club de líderes. Nada que tuviera trascendencia sucedía en Europa sin el «consejo y el consentimiento» de facto de España. En la escena mundial, su relación especial con Iberoamérica y un importante papel mediador entre Europa y Estados Unidos, -aunque sin el bagaje de los británicos-, subrayaba la importancia de España. Actualmente, en parte como consecuencia de la propia imagen del Presidente español, -a pesar de las «matizaciones» del Elíseo-, y en parte por una reivindicación extrema, al estilo de Grecia, de los intereses españoles, y también, en parte, por una ausencia casi total de iniciativa y liderazgo europeos, Zapatero está en la photo-finish con Berlusconi en la cola de la liga de los líderes de grandes Estados. Y a España se la trata como a un pasajero problemático en el barco o como a un cliente al que comprar y vender. En el plano internacional, gestos como su insulto infantil a la bandera estadounidense y unas poses torpes en otros escenarios internacionales, que ni siquiera su muy capaz ministro de Exteriores puede enmendar, han hecho que España sea sencillamente irrelevante en la mayoría de las crisis mundiales, un actor principiante, aunque consiguió entrar por los pelos en el G-20.
Económicamente, todo lo que Zapatero tenía que hacer era seguir diligentemente la ruta marcada por Aznar y tener cuidado con los icebergs. En lugar de ello, se quedó dormido en el puente de mando. Su negligencia es igual de flagrante que la de Bush, enmascarada durante un tiempo por la situación mundial. Ahora que otros países empiezan a recuperarse, la espantosa situación a la que ha llevado la mala gestión económica de Zapatero está a la vista de todos. España vuelve a ser el enfermo de Europa.
Sin embargo, a la larga, lo que se juzgará como la herida más duradera será el impacto de su manera de hacer en la estructura política del país. Independientemente de la opinión que se tenga en materia de política social, uno no puede sino deplorar su retórica polarizadora, su gusto por el enfrentamiento cultural, su satanización de sus adversarios y su vulgar forma de abordar cuestiones delicadas como la historia reciente o el tema del aborto. Zapatero es un verdadero Bush español. Su complicidad oportunista con el Estatuto de Autonomía catalán, que ahora se ha convertido en modelo para un nuevo acuerdo constitucional, desastroso, en marcha en las otras regiones de España, agrava todavía más las cosas. En España, por motivos históricos, el federalismo clásico nunca se ha intentado. De los Estados de más éxito del mundo, muchos son federales; piensen en Alemania, Australia, Canadá o Estados Unidos. ¿El secreto? Una identidad nacional fuerte y unificadora con una descentralización pragmática del poder que tiene como consecuencia un sistema de Gobierno eficaz que da a los ciudadanos el control de su vida. El Estatuto catalán, por su vocabulario e interpretación política de la identidad catalana, representa un degenerado paso hacia atrás de la estructura constitucional y de cualquier modelo federal. Vuelve a los años veinte, a la caída del Imperio Otomano y al renacimiento de los Estados nacionales liberados. En ese mundo, la imaginación política no podía concebir un pueblo que no fuera «puro», «orgánico», que en cambio fuera multicultural o multiétnico. No sé si esa es para alguien la solución «progresista». En mi opinión, son sólo infames «Regímenes de Minorías», que reconocen, igual que hace el Estatuto catalán, la identidad nacional separada de estas minorías y les concede diversos grados de autonomía. Esta forma de pensar en este ámbito dio lugar más adelante a los amargos y patológicos resultados de la limpieza étnica. En sus aspectos menos enfermizos, aviva los llamamientos tribales al cese de la convivencia, y en su interpretación común resulta sencillamente desmoralizadora por su incapacidad de replantear como una expresión de la España moderna a un único pueblo español rico y unido en su diversidad, demostrando esa característica esencial de Europa: una Tolerancia Constitucional que se alegra de definir comunidad y nación en términos inclusivos traspasando las líneas anticuadas de «lo ajeno». El acuerdo constitucional que actualmente se debate en España no es un regreso al futuro, sino un salto hacia el pasado, del que la mayor parte de Europa se ha librado. No es sólo un deprimente fracaso espiritual. Bélgica optó por un camino similar y los sucesivos y desastrosos acuerdos constitucionales ahora se han afianzado en miniestructuras de poder interesadas que hacen que el país sea cuasi disfuncional. Al igual que pasó en Bélgica, una vez que se ha salido, será imposible volver a meter la pasta de dientes en el tubo.
El Estatuto catalán también incluía una divisiva «ley de derechos», consecuencia de una emboscada constitucional por parte de la extrema izquierda. Deus ex machine; las demás regiones quieren lo mismo. ¿Derechos humanos y este tribalismo? Casi una contradicción en sus propios términos.
Zapatero, más preocupado por su destino político electoral y el de su partido, les siguió alegremente el juego y respaldó este proyecto tan poco imaginativo para el futuro de España. No subestimo su perspicacia política. ¡Bush también salió elegido para un segundo mandato! Pero la complicidad en el desmembramiento constitucional de la nación española es el acto de un político de tres al cuarto, no el de un hombre de Estado, algo que el Tribunal Constitucional debería tener en mente. La historia será implacable si no lo hace. Muchos de ustedes rezongarán que quién soy yo, un judío estadounidense, para darles a los españoles un sermón sobre sus asuntos internos. Y yo les puedo responder en un tono desafiante que quiénes son ustedes para poner objeciones. España es uno de los pocos países cuya profunda influencia a la hora de dar forma al mundo en el que vivimos y en el que seguiremos viviendo durante siglos lo convierte -metafóricamente hablando, por supuesto- en patrimonio de todos los ciudadanos del mundo.
En cierto sentido, todos somos españoles; y ustedes, los ciudadanos de España, en cierto sentido, no son más que los guardianes, los fiduciarios de ese gran patrimonio mundial llamado España y la nación española. Tengan cuidado de que su George W. Bush no consiga traicionar su confianza, la confianza de todos nosotros.
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Está claro que España no es Estados Unidos. Pero hay unos parecidos asombrosos entre el daño que causó Bush y el que está causando José Luis Rodríguez Zapatero, y que de hecho, también se debe a su personalidad. Incluso muchos de los que antes defendían a Zapatero están empezando a pensar que la historia lo juzgará como el George W. Bush español. En política exterior, no recuerdo un declive tan precipitado en la influencia o el estatus de ningún Estado miembro de la UE. Cuando Zapatero asumió el cargo, España, gracias a sus logros internos y al sobrio liderazgo de sus dos predecesores, -junto con la siempre elevada profesionalidad del cuerpo diplomático español-, había llegado a considerarse parte del club de líderes. Nada que tuviera trascendencia sucedía en Europa sin el «consejo y el consentimiento» de facto de España. En la escena mundial, su relación especial con Iberoamérica y un importante papel mediador entre Europa y Estados Unidos, -aunque sin el bagaje de los británicos-, subrayaba la importancia de España. Actualmente, en parte como consecuencia de la propia imagen del Presidente español, -a pesar de las «matizaciones» del Elíseo-, y en parte por una reivindicación extrema, al estilo de Grecia, de los intereses españoles, y también, en parte, por una ausencia casi total de iniciativa y liderazgo europeos, Zapatero está en la photo-finish con Berlusconi en la cola de la liga de los líderes de grandes Estados. Y a España se la trata como a un pasajero problemático en el barco o como a un cliente al que comprar y vender. En el plano internacional, gestos como su insulto infantil a la bandera estadounidense y unas poses torpes en otros escenarios internacionales, que ni siquiera su muy capaz ministro de Exteriores puede enmendar, han hecho que España sea sencillamente irrelevante en la mayoría de las crisis mundiales, un actor principiante, aunque consiguió entrar por los pelos en el G-20.
Económicamente, todo lo que Zapatero tenía que hacer era seguir diligentemente la ruta marcada por Aznar y tener cuidado con los icebergs. En lugar de ello, se quedó dormido en el puente de mando. Su negligencia es igual de flagrante que la de Bush, enmascarada durante un tiempo por la situación mundial. Ahora que otros países empiezan a recuperarse, la espantosa situación a la que ha llevado la mala gestión económica de Zapatero está a la vista de todos. España vuelve a ser el enfermo de Europa.
Sin embargo, a la larga, lo que se juzgará como la herida más duradera será el impacto de su manera de hacer en la estructura política del país. Independientemente de la opinión que se tenga en materia de política social, uno no puede sino deplorar su retórica polarizadora, su gusto por el enfrentamiento cultural, su satanización de sus adversarios y su vulgar forma de abordar cuestiones delicadas como la historia reciente o el tema del aborto. Zapatero es un verdadero Bush español. Su complicidad oportunista con el Estatuto de Autonomía catalán, que ahora se ha convertido en modelo para un nuevo acuerdo constitucional, desastroso, en marcha en las otras regiones de España, agrava todavía más las cosas. En España, por motivos históricos, el federalismo clásico nunca se ha intentado. De los Estados de más éxito del mundo, muchos son federales; piensen en Alemania, Australia, Canadá o Estados Unidos. ¿El secreto? Una identidad nacional fuerte y unificadora con una descentralización pragmática del poder que tiene como consecuencia un sistema de Gobierno eficaz que da a los ciudadanos el control de su vida. El Estatuto catalán, por su vocabulario e interpretación política de la identidad catalana, representa un degenerado paso hacia atrás de la estructura constitucional y de cualquier modelo federal. Vuelve a los años veinte, a la caída del Imperio Otomano y al renacimiento de los Estados nacionales liberados. En ese mundo, la imaginación política no podía concebir un pueblo que no fuera «puro», «orgánico», que en cambio fuera multicultural o multiétnico. No sé si esa es para alguien la solución «progresista». En mi opinión, son sólo infames «Regímenes de Minorías», que reconocen, igual que hace el Estatuto catalán, la identidad nacional separada de estas minorías y les concede diversos grados de autonomía. Esta forma de pensar en este ámbito dio lugar más adelante a los amargos y patológicos resultados de la limpieza étnica. En sus aspectos menos enfermizos, aviva los llamamientos tribales al cese de la convivencia, y en su interpretación común resulta sencillamente desmoralizadora por su incapacidad de replantear como una expresión de la España moderna a un único pueblo español rico y unido en su diversidad, demostrando esa característica esencial de Europa: una Tolerancia Constitucional que se alegra de definir comunidad y nación en términos inclusivos traspasando las líneas anticuadas de «lo ajeno». El acuerdo constitucional que actualmente se debate en España no es un regreso al futuro, sino un salto hacia el pasado, del que la mayor parte de Europa se ha librado. No es sólo un deprimente fracaso espiritual. Bélgica optó por un camino similar y los sucesivos y desastrosos acuerdos constitucionales ahora se han afianzado en miniestructuras de poder interesadas que hacen que el país sea cuasi disfuncional. Al igual que pasó en Bélgica, una vez que se ha salido, será imposible volver a meter la pasta de dientes en el tubo.
El Estatuto catalán también incluía una divisiva «ley de derechos», consecuencia de una emboscada constitucional por parte de la extrema izquierda. Deus ex machine; las demás regiones quieren lo mismo. ¿Derechos humanos y este tribalismo? Casi una contradicción en sus propios términos.
Zapatero, más preocupado por su destino político electoral y el de su partido, les siguió alegremente el juego y respaldó este proyecto tan poco imaginativo para el futuro de España. No subestimo su perspicacia política. ¡Bush también salió elegido para un segundo mandato! Pero la complicidad en el desmembramiento constitucional de la nación española es el acto de un político de tres al cuarto, no el de un hombre de Estado, algo que el Tribunal Constitucional debería tener en mente. La historia será implacable si no lo hace. Muchos de ustedes rezongarán que quién soy yo, un judío estadounidense, para darles a los españoles un sermón sobre sus asuntos internos. Y yo les puedo responder en un tono desafiante que quiénes son ustedes para poner objeciones. España es uno de los pocos países cuya profunda influencia a la hora de dar forma al mundo en el que vivimos y en el que seguiremos viviendo durante siglos lo convierte -metafóricamente hablando, por supuesto- en patrimonio de todos los ciudadanos del mundo.
En cierto sentido, todos somos españoles; y ustedes, los ciudadanos de España, en cierto sentido, no son más que los guardianes, los fiduciarios de ese gran patrimonio mundial llamado España y la nación española. Tengan cuidado de que su George W. Bush no consiga traicionar su confianza, la confianza de todos nosotros.
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